Las leyes de la guerra y de la paz, y en general las pautas que informan la relación azarosa con un vecino en apuros, descarriado o energúmeno, como lo viene siendo Venezuela y su régimen, son las mismas que actúan desde la antigüedad más remota
La historia de Europa Occidental en los años treinta y cuarenta nos deja lecciones imborrables, siempre útiles. Debieran las naciones, por ejemplo, saber cómo afrontar las amenazas externas, o el mero hostigamiento repetido que se torna amenaza o peligro letal si no se enfrenta a tiempo y adecuadamente. Las leyes de la guerra y de la paz, y en general las pautas que informan la relación azarosa con un vecino en apuros, descarriado o energúmeno, como lo viene siendo Venezuela y su régimen, son las mismas que actúan desde la antigüedad más remota, cuando en lugar de naciones organizadas había las tribus y las hordas.
La experiencia humana enseña que, frente a un vecino hostil, pugnaz, o simplemente urgido de un conflicto (así sea artificial e infundado, pero que ayude a distraer al pueblo inconforme), un vecino que además no logre ocultar la intención de raparse o anexarse, si pudiere, algo de lo nuestro, hay dos maneras de conjurar el peligro que él entraña. Una, enfrentarlo cara a cara, respondiendo a la amenaza en forma proporcional. Proporcional a sus baladronadas y a la vehemencia que exhibe. Vale decir, hacerse respetar por los mismos medios que él emplea para doblegar a los demás.
Y otra, que conocemos como el “apaciguamiento”. Vaya un ejemplo: en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, cuando Hitler más mostraba los dientes, el afán expansionista y el ánimo de vindicta contra la vieja Francia y sus aliados -que con el oneroso Tratado de Versalles habían expoliado a la Alemania vencida 20 años atrás- el primer ministro Chamberlain, devenido en el arquetipo del medroso (de cuyo ejemplo hay que huir siempre), Chamberlain, digo, accedió a reunirse con el Hitler y Ribbentrop en territorio germano. Gesto éste que por sí sólo preocupaba tanto como lo pactado allí al acogerse y dar por cierta la promesa alemana de no agredir a nadie. Se sabía que la inminente invasión a Polonia u otro país limítrofe cualquiera, sería el preludio de la ocupación de Francia y de la mismísima Inglaterra, pues tal era el objetivo central de la nueva, insaciable Alemania, ensanchada en sus dominios y “espacio vital”, como ella dio en llamar a su entorno. Pero Churchill, rival del primer ministro, por entonces pensaba que quien para conseguir la paz opte por humillarse, pierde la paz y se queda con la humillación.
Pues bien. El atrás reseñado es el caso emblemático del “apaciguamiento” en estos tiempos. Ejemplo de lo que nunca debe hacerse, porque esa actitud de no reaccionarle a quien hostiga sistemáticamente, sino estarlo complaciendo, suele producir un efecto contrario al esperado: en lugar de calmarlo lo envalentona, y abre más su apetito. Lo lleva a sobrestimarse, incrementando su actitud desafiante, sus actos de provocación. A raíz de la fatídica visita del gobernante británico, que ella supo interpretar como una señal de miedo, Alemania no tardó en atacar a los aliados de Inglaterra, quien prácticamente se había desarmado y desmovilizado, suspendiendo los preparativos para una defensa adecuada. La arremetida teutónica fue feroz: en menos de un año Berlín se tragó media Europa. El duelo entre las dos potencias solo vino a equilibrarse cuando Londres reemplazó al pusilánime, en exceso prudente primer ministro en funciones, por Churchill, que sí sabía lo contraproducente, y peor aún, lo fatalmente peligrosa que es la pasividad como norma de conducta frente a un poder o una nación que gruñe, respirándole en la nuca a su vecino. En próxima ocasión veremos si una circunstancia semejante, la está viviendo ahora Colombia con Venezuela.
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