Sobre el viaje de José Saramago (O de cómo llegar a no andar)

Autor: Memo Ánjel
22 octubre de 2017 - 02:00 PM

Este es el documento que el escritor Memo Ánjel presentará en la jornada sobre los Premios Nobel de literatura, organizada por la Biblioteca de la Universidad Pontificia Bolivariana.

El viajero viajó por su país. Esto significa que viajó por dentro de sí mismo, por la cultura que lo formó y está formando…

José Saramago. Viaje a Portugal. 

 

Sobre viajeros

Viajar es ponerse unas botas, echarse una mochila a la espalda y entrar en el paisaje. Las botas, recomendadas por Primo Levi en su libro La tregua, deben ser fuertes y cubrir el tobillo, llevar buenos cordones y acompañarse de medias gruesas. Con unas buenas botas se llega donde hay comida, agua y gente, no importa qué tan lejos esté ese punto con el que nos vamos a encontrar. Caminar es un encuentro, un viajando, un viviendo. La mochila del viajero, ni grande ni pequeña,  es un objeto que permite llenar y vaciar, cargar con lo inesperado y servir de almohada. Se duerme bien viendo las estrellas, que es un irse por el infinito. Y el paisaje es el libro sin escribir, porque es lo que vemos y aún no hemos tocado. Y siempre está ahí, por más que caminemos, con su naturaleza y sus pueblos, con los caminos andados por otros y lo que pasó antes en esas tierras, bueno o malo. Las botas, la mochila y el paisaje, construyen al viajero. Y en esa construcción llega siendo otro: ha pisado la tierra y la tierra le ha dado.   

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En El elogio del caminar, David Le Breton, dice que caminar es encontrarse con uno mismo y que la vida, a partir de uno en el camino, es siempre diversa y por ello activa la memoria, nos confronta y nos dice quiénes somos. Algo parecido decía Goethe en su Viaje a Italia, donde aprendió latín leyendo a Spinoza, cosa que le dio risa a Herder. Y de caminar habló también Jorge Luis Stevenson, cuando estuvo por las tierras de Escocia y los mares del sur, por donde igual caminó Gauguin, vagando por encima de las pieles de las mujeres, de sus miradas y las palabras de sus bocas.  

Entre los Premios Nobel de literatura, el más viajero por su propio país ha sido Camilo José Cela, que en su tanto caminar hasta repitió un viaje (el de la Alcarria), porque cada viaje es distinto, así sea pisando las propias huellas. También ha sido un gran viajero Jean Marie Gustave Le Clézio, que anduvo por los desiertos del norte de África y los de México. Y se podría hacer una lista de viajeros, que debido a ellos es que se conoció la tierra, la cierta y la imaginada, como la que narró el Abate de Mandeville en su Libro de las maravillas, en la que cuenta su viaje a Jerusalén sin haber dado un solo paso. Lo hizo cerrando los ojos y creyendo que caminaba.

Los viajeros, entre los que se cuentan los flâneurs (los que caminan por la ciudad para ver qué y con quién se encuentran) creados por Baudelaire, tienen una pregunta y salen a resolverla en multiplicidad de respuestas. De esos viajes y sus presencias, Fernando González Ochoa se hizo una idea de la vida y su contenido, para gloria de D’s (al menos de sus rastros) y susto del diablo, que quizá fuera él mismo sacudiéndose tantos pecados como le caían encima. Cuando la gente veía a Fernando saliendo de Envigado, apoyado en su bordón, decía: y ahora con qué irá a salir este pecador, que ni siquiera está absuelto por su suegro, Carlos E. Restrepo.

Saramago Viajero

Portugal es un país pequeño y tranquilo, lo que lo hace muy caminable. Y lo separa de España el río Duero, donde al oeste los peces son portugueses y al este españoles. Esto lo cuenta José Saramago en su libro de viaje, haciéndose una primera pregunta: ¿qué son las fronteras?  Los pájaros, los peces, los gusanos, la marmota, las vacas y los gatos nunca se han hecho esta pregunta. Tampoco las plantas y todo lo que estuvo en el arca de Noé. Pero para el viajero la pregunta tiene sentido por su falta, precisamente, de sentido. Y mientras se pregunta, ve la lluvia que cae de un lado y de otro, el río y la luz que no saben qué es frontera, el día y la noche que lo cubren todo, el sonido de la voz y del instrumento musical  (también el graznido y el piar) que van por ahí. La frontera es un asunto de hombres y mujeres cuando han dejado de ser niños. Y estos últimos, si lo saben ni se enteran. Pero las fronteras nos hacen peligrosos y lo mejor, para evitarlas, es viajar por el propio país, aunque la palabra país tampoco o consuela. Fronteras hay en las miradas, en los gestos, en los avisos de prohibido estacionar, en los alimentos que no se pueden comprar, en la puerta cerrada que no acoge, en un dar la espalda, en el pudor, en la palabra que se calla. Pero hay un algo que carece de fronteras y es el ver lo que hay allá y el sentir lo que hay en mí. Y como esto es intimidad, a los guardias de frontera les parece que somos sospechosos.

Pero, venga. Una vez cruzada la frontera territorial, la de la bandera y los hombres que sellan la entrada, el viajero se rehace y toma por el camino. Y va dejando atrás el pasado mientras carga el presente que es memoria, que es lo que le permite leer a cada paso, ya para saber y comparar, ya para hacerse a una idea que puede ser lo contrario a lo que ve. Caminar en un acto de libertad, un viajar por el tiempo. En ese pasado (el tiempo vivido) están los árboles y las cercas, las casas (las principales y las del pastor de cabras) y las caras (las confiables y las difusas), lo que comió el viajero y el lugar que usó para dormir, el haber atravesado el bosque para encontrarse con el mar, que son las infinitas aguas, las que vienen y se van, las enfurecidas y las calmas, las que se han tragado tripulaciones y escupido baúles que a veces llevan un mago adentro, con su ayudante mujer. Lo que hayan hecho, al mar le importa poco.

En su viaje por Portugal, José Saramago (cuyo apellido resultó siendo un apodo, burlón que era el cura) va por los campos y las vías, por las pequeñas ciudades y por las calles, sube las escaleras y las baja, mira por las ventanas y critica los museos y los reyes, discute sobre cuarteles y se asombra con los exvotos populares, que el país ha sido de santos y de milagros, aunque hubo un marqués, el de Pombal, que abolió en el siglo xviii esto de la pureza de sangre, reconociendo que entre los portugueses, aun entre los más creyentes, había sangre de judío y moro y por esto eran tan marineros y comerciantes, dados a comer bien y a vivir los días durmiendo acompañados y sin miedos en la almohada. Así que de diablos, quizá las pulgas.

Lo invitamos a leer: Los paisajes que perdieron la memoria

Saramago hace un viaje por Portugal y de ahí, de ese pasado, que resulta siendo más amplio que el que plantea Camilo José Cela en sus viajes (el gallego fue más a comer y burlarse), salen sus libros. Tres de ellos que son de fronteras y, en esta trilogía, abundan los ciegos, los que desconocen el nombre y vagan por entre las tumbas, y los que pierden el empleo en cercanías a un centro comercial.

Una trilogía viajera y fronteriza

Todo comienza con un cuadro que José Saramago vio en alguna parte: de parabel den blinden (la parábola de los ciegos), del pintor Pieter Breughel, el Viejo, donde un ciego lleva a otros de la mano a través de una tabla con óleo. Y ese cuadro produce un libro, el primero: el Ensayo sobre la ceguera, que es el de la ceguera blanca y una mujer que no ha perdido la vista y que conduce a todos los ciegos, mintiéndoles para que no la parasiten. Van por la ciudad sin ver nada, presintiendo, palpando para sentir dónde está la frontera. Un segundo libro, Todos los nombres, se da prácticamente en interiores, aunque hay salidas al oscuro. Y todo está en buscar un nombre, en espiarlo, en determinar si pertenece a alguien vivo o muerto. Y esta es la frontera, el tratar de colarse donde no se sabe qué hay al otro lado. Y un tercer libro es La caverna, que establece el paso prohibido a los viejos oficios que ya no son rentables y no compiten con los nuevos, que dependen del mercado, son ejecutados por máquinas y burlan lo que se siente con las manos. Las manos ya no entran en la economía, ya no entra el torno de madera ni el pequeño fuego del horno. Y en esa frontera entre el hombre y lo que ya no es humano, solo queda una caverna donde la gente se momifica mirando un televisor.

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José Saramago, viajero de las tierras de Portugal, plantea tres viajes: el de no ver y admitir lo supuesto, el de no tener nombre y convertirse en un número, y el de carecer de manos y así no sentir la tierra a través de la piel. Y en ese viaje estamos, el viajero transformado en turista (este ser que viaja sin saber dónde va ni a qué va), en número de hotel, de tiquete, de puesto en el avión y turno en la fila para comprar lo que no necesita. Y que al carecer de nombre (abusa de su anomia), deja rastros de basura, sin que le importe si hay manos o no que la recojan. Y sin memoria de haber viajado usando las botas, la mochila y el paisaje al frente. Un viaje al vacío.     

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Comentarios:

José Libardo
José Libardo
2017-10-22 21:59:30
Qué bueno que Memo haga este viaje con Saramago. Sorprendente enfoque. Un viaje soñado para quien se aferra a ideales, para quien viaja con su imaginación.

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