Los paisajes que perdieron la memoria

Autor: Memo Ánjel
23 julio de 2017 - 10:00 AM

El escritor Memo Ánjel comparte con nuestros lectores una reseña sobre la obra de Miguel Ángel Asturias, que será estudiada en la próxima versión de la actividad cultural El Sonido de los Nobel, realizada en la Universidad Pontificia Bolivariana, el próximo 25 de julio. 

Medellín

Un nombre

Geo Maker Thompson solo quería ser pirata, filibustero, corsario, bucanero, lo que fuera que tocara el agua, los huracanes, las peleas a cuchillo, los desmadres, el contrabando, el robo astuto, los puertos enanos y las bahías escondidas de Centro América, donde tanta gente vivía y se moría en medio del calor y al lado de una botella de ron. Este era su paisaje. Y se llamaría, para memoria de esos lugares, El papa verde. Así, con ese nombre, lo respetarían y le inventarían historias, lo amarían con desmesura y lo odiarían como a un diablo. Era un gringo grande y de ojos castaños, y odiaba el verbo To forget  (que es olvidar y olvidarse). Pero esto no pasó. Una vez se bajó del barco donde soñaba con ese nombre que se había inventado, otro hombre, proveniente de Chicago y que había hecho escala en New Orleans, le dijo: primero es el progreso. Y el progreso son las plantaciones de banano. Ese hombre se llamaba Jinger Kind y sabía de los cielos de Aristóteles y los de Ptolomeo, tenía una mano de caucho y una frase en la boca: unos nacen para ser amos y otros para ser esclavos. Los cielos lo han dispuesto así.

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Geo Maker Thompson, entonces, se olvidó del mar y se quedó cerca de la costa y allí, comprando tierras y sobornando autoridades, quemando ranchos para que la viruela y la fiebre amarilla que venían de Panamá no le hiciera nido cerca, sembró bananos, compró bananos, extendió rieles apara que pasaran los trenes con vagones repletos de banano y mejoró el puerto para que los barcos salieran con su carga de bananos. Y mientras esto pasaba, se enamoró mal y ni la madre de la novia logró calmarlo haciendo pruebas de matrimonio con él. Así era el calor, así los pecados, así las mujeres paridas. Y se enamoró mal porque el progreso que Jinger Kind le había pronosticado no llegó. No llegó nada, solo salieron  bananos y una mujer que optó por casarse con el río y no con él. A esa mujer la buscó en las aguas y en las cuevas de la selva, en los ojos de los que iba desplazando, en una enorme borrachera de wiski que lo puso a delirar creyendo que al fin era un pirata llamado el papa verde, y al fin, en la resaca, en un olvido que no llegó. Mayarí Palma, se llamaba la muchacha. Y no era una mujer sino la tierra hecha de mujer, de piernas y cara, de risas y miradas, de deseos y contenciones, de deseo y risa burlona. Se le perdió la tierra a Geo Maker Thompson, se le fue vestida de novia por el río Motagua, por las ciénagas y los pantanos, por el aire, por el humo del cigarrillo, por las palabras que le rebotaban en las orejas.   

La tierra

De lo que sabemos, tenemos, deseamos y perdemos, solo hay dos cosas: la tierra y el cielo. Lo que haya de más, es una invención. Y la tierra siempre ha sido tierra, igual que el cielo. Pero llegaron unos a sacar a otros y la memoria que había antes, la que hizo las palabras y los cuentos, las medicinas y la culinaria,  se largó con los que se fueron o echaron. Se llenó de otros nombres la tierra, los animales se mezclaron, las plantas recibieron sombras de otras plantas. O sea que hubo gente de una tierra que llegó con lo suyo y otra que se fue de ahí. Y la tierra que se fue cuando llegaron las compañías bananeras, engañó a Geo Maker Thompson (el hacedor de tierra Thompson) con el nombre de Mayarí y el cuerpo de una mujer. Pero no era una mujer sino un quetzal, un pájaro azul, el mar cristalino de un islote, el sembrado del maíz  y el fríjol, la calabaza grande y la caña dulce, el cerdo que miraba al pato nadar, la guacamaya que sobrevolaba al jaguar, la gallina que picoteaba a la araña y oía zumbar a la abeja negra, la iguana que está en la cara del maya, el paludismo que curaba el chamán, el viento que abrazaba los vientres fecundados de las mujeres, el patio con los guineos y la palabra mercar, que fue la de la tragedia. Todo esto se fue de ahí, de donde había memoria del paisaje, y pasó mientras crecían las plantaciones y los desarraigos. La tierra de antes se deshizo y solo quedó un mar verde por encima del cual era imposible navegar y ser un papa verde del agua. Quedó anclado ahí Geo Maker Thompson. Ahí lo ancló Miguel Ángel Asturias Rosales, Premio Nobel de literatura 1967, el mismo que escribió sobre gobiernos desmesurados y absurdos, sobre los enterrados con los ojos abiertos, sobre vientos y hombres de maíz y mulatas de tal y leyendas de Guatemala, los indios y la turgencia del calor, tan propicia para toda clase de desmanes, delirios y sexualidades de gentes borrachas, que son como la malaria: mero revoltijo de moscas. 

La tierra con sus tradiciones y magias, con sus enamorados de las nubes y la luna, con sus dioses y animales, plantas y bocas tomando del plato de barro, se fue cuando llegó el progreso que traía en una valija Jinger Kind: papeles de compra de tierras. Vino a mercar la tierra. Nada bueno eso, que el mismo Jinger Kind admitió al fin: “Somos el hampa, el hampa. El hampa de una nación con las más nobles tradiciones”. A estas palabras, Asturias agrega que, mientras el gringo se iba, solo se veía su mano de muñeco. Se iba en un barco, a las oficinas del norte de América, donde hacía menos calor y no se veían ojos con tanta hambre. “No eran humanos, eran raíces. Raíces. Y no quedaba sino arrancarlas”, dice la novela El papa verde, editada en Argentina en 1954, por editorial Losada. Pesa poco, muchas de sus letras están casi desteñidas, y hace parte de la trilogía bananera, con Viento fuerte y Los ojos de los enterrados. Títulos muy duros, propios del calor desmesurado. 

El Caribe y la traducción

Lo que sea el Caribe, no lo tengo claro, pues esas tierras son más que el calor y los ríos en forma de mano, los paisajes de colores y el mar con barcos encima, unos de buena estima y otros de mala fama. Para los turistas, esta parte de la tierra es una ilusión de amores intensos y prohibidos: allá van a beber y a ser otros entre sus camisas de flores, sus faldas anchas y sus sombreritos de paja. Beben mucho, se salen de sí mismos y al fin regresan a lo suyo, colorados y con muchas fotografías para mostrar. Algunos van rezados, pero de esto se habla poco. Y los que viven ahí en ese Caribe, en cambio, habitan un desorden continuado al que no le paran bolas. 

La vida es así y entonces a qué cambiarla. Todo es tan real-irreal como sus dictadores e invasores, sus jugadores de béisbol y sus rutas de contrabando, los huracanes y los rituales sincréticos, los muertos vivos y los animales parlantes. Son una geografía lujuriosa y una historia itinerante que se recuenta y transforma en los cafetines y en los teatrinos ambulantes, usando palabras que contienen orígenes quichés y otras que provienen del inglés terrible de Belice, algún francés malogrado y un español muy viejo, conservado en los libros de los frailes que se metieron selva adentro y no se sabe si se santificaron. 

Y este es el juego de palabras que debe enfrentar el lector y el traductor de Miguel Ángel Asturias: qué dice ahí, cómo se conforman las frases, de qué manera se crean las imágenes y se profundiza en los argumentos. Todas las palabras del escritor guatemalteco son un Caribe, una geografía incierta, una tierra fugitiva, unos paisajes de memoria escondida, una lentitud como la propiciada por el calor intenso, que todo lo dilata. Pero al mismo tiempo es la historia no grata de una parte de la tierra que no se cuece, que todavía no es, que contiene esencias secretas y otras podridas. Y donde los hombres, como Geo Maker Thomson, que quisieron ser piratas y ver sirenas en los manatíes, siguen condenados a la tierra, como en el libro de Franz Fanon. 

Hombres y mujeres, cada cual con su diablo de la mano. Y Mayarí, la tierra, siempre huyendo, cambiando, desmemoriada y vestida de novia con un traje blanco que dejó ciegas a muchas costureras. Se dice en El papa verde que el traje se cosió en New York. 

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