La semana Mayor: Tiempo propicio para reflexión y cambios

Autor: Héctor Jaime Guerra León
16 abril de 2019 - 11:01 PM

¿Qué manera más digna de amar y obedecer a Dios que la de ser una buena persona, un excelente hijo, hermano, amigo, un ejemplar ciudadano?

Medellín

Héctor Jaime Guerra León

En medio de muchas dificultades e insatisfacciones, el pueblo dispone la práctica de todas las actividades que tienen que ver con sus tradiciones religiosas de conformidad con la fe católica, que practicamos la inmensa mayoría de los habitantes y en general todos los cristianos, seguidores del gran maestro Jesucristo, nuestro Dios y Redentor. Se aprovecha esta oportunidad para enfatizar y promulgar -con vigor y confianza- la existencia de un Dios de armonía, de Paz y bondad que invita no sólo a una semana, sino a vivir siempre una vida Santa en honor a su nombre y a su gran legado.

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Su inmenso ejemplo no sólo fue enseñarnos a amar y respetarlo, sino que también con su vida y obras nos enseñó a vivir mejor, a estar siempre en comunión no únicamente con el espíritu Santo, sino especialmente con nosotros mismos, con nuestra familia, con nuestra sociedad. ¿Qué manera más digna de amar y obedecer a Dios que la de ser una buena persona, un excelente hijo, hermano, amigo, un ejemplar ciudadano?

Por estas calendas el mundo católico, conmemora con gran alborozo, alegría e, inclusive tristeza, la pasión y muerte de nuestro gran liberador, del inolvidable y sagrado Salvador de vidas, el redentor de la humanidad y creador del Universo entero: Dios nuestro señor, para nosotros fuente absoluta de todo lo existente.

Año tras año y, a veces sin entender mucho lo que significa, celebramos estas carismáticas honras, unos con profunda y mística oración y el análisis de lo sucedido y, otros, aprovechan estas solemnidades para la diversión y jolgorio; pero todos conscientes de que ello fuera el acontecimiento más sublime y sagrado que aconteciera en el seno mismo de la Humanidad, para dejar el legado y recuerdo sobre la existencia de un Dios supremo capaz de la más noble demostración de amor por nosotros, como fue el hecho mismo de entregar a su hijo, al gran maestro Jesús, símbolo de amor y redención para todo aquél capaz de creer y practicar sus enseñanzas.

Todos, en oración, alegría, tristezas, luchas espirituales, súplicas y arrepentimientos o en rumbas, jolgorio y diversión, sabemos que esto tan grande y majestuoso fue obra de un Ser Supremo, del amo universal de todo lo existente a quien algún día no lejano deberemos acudir a rendir nuestro testimonio, nuestras cuentas y a recordar cómo asumimos su legado y si, por ello, merecemos seguir gozando de su bondad y misericordia.

Los seres humanos nos movemos en medio de muchas contrariedades, pasiones, miedos, riesgos, afrentas y peligros que ponen en juicio la vida y ejemplo que debemos seguir en consonancia con los principios, normas y legados que nos dejara el gran maestro Jesús en su paso por la tierra. Pues pienso, aunque es mi simple opinión, cuyos preceptos no fueron exclusivamente religiosos, sino que ellos conducen a mostrar y orientar a mejores formas del buen vivir, a la práctica de mejores maneras, al respeto por los demás, por sus derechos y también para que asumiéramos nuestra obligaciones y deberes no simplemente frente al ser supremo, sino también frente a los que nos rodean, frente a nuestros semejantes. Su existencia, vida y enseñanzas fueron el más prodigioso catálogo de derechos y mejores pautas para la convivencia.

Por sobre todo y sea cual fuere la idea que de Dios tengamos, debemos aprovechar estas enseñanzas para aprender a hacer cambios fundamentales en nuestras vidas, buscando ahondar más en el mundo de nuestra espiritualidad, de nuestra trascendencia futura, dejando de poner tanta atención a las superficialidades, a las banalidades del mundo material, que son las que nos ponen tanto obstáculo a la hora de medir nuestros proyectos de vida, separándonos, cada vez más, de lo que nos haya deparado nuestra divinidad, nuestro Supremo Hacedor. Muchas veces cambiamos nuestro rumbo de fe y compromiso espiritual por los goces y superficialidades que nos trae el materialismo y la frívola cotidianidad. Es decir, lo cambiamos por cosas materiales: por los vicios, por el dinero, la suntuosidad, por los placeres terrenales, desviando a veces hasta inconscientemente, el verdadero sentido de nuestras vidas.

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Si queremos realmente cambiar nuestra forma de ser y vivir con responsabilidad, como auténticos seres humanos y sociales y cumplir con nuestro gran deber misional de verdaderos hijos de Dios, de nuestro Estado y de nuestra sociedad, tendremos que afrontar con mayor compromiso nuestro papel frente a nosotros mismos, antes que frente a cualquiera otra condición. Todo esto nos hace recordar y reconocer que el placer sin controles, al igual que las pasiones desbordadas, la ambición, el egoísmo, el orgullo desmedido y la arrogancia, entre otras, tan comunes en nuestro quehacer cotidiano, son el demonio de nuestra mente, el infierno de nuestras vidas y el camino más directo y pronto al fracaso. Hay que reconocerlo, ahora que estamos en la época más propicia para hacer este tipo de análisis y reflexiones, revisando si estamos en el papel de aquél que siempre se lava las manos, alegando nunca tener la culpa de nada, del que para todo encuentra una evasiva, una justificación; jamás se siente culpable de nada o de aquél que con su comportamiento nos invita a que justifiquemos todo defecto que poseamos en nuestro interior y a que jamás nos consideremos culpables, siempre creyéndonos tener la razón, como Pilatos, siempre justificando sus peores perversidades, buscando evasivas y disculpas para no hacer frente a nuestros errores y debilidades. ¡Hay que cambiar, es tiempo propicio para intentarlo!

 

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