El atentado que costó la vida a ocho miembros de la Policía Nacional en San Pedro de Urabá no puede quedar sin explicaciones y en la impunidad, tampoco puede repetirse.
El asesinato, atribuido al clan del golfo, de ocho miembros de la Policía en San Pedro de Urabá, segunda masacre contra la institución este año, recuerda horas aciagas en la lucha contra poderosas y soberbias organizaciones narcotraficantes que han aprendido a mutar y relevar a sus miembros detenidos, muertos en combate o desmovilizados en acuerdos “de paz”.
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La Policía Nacional y las familias de los sacrificados merecen que la sociedad los rodee con un abrazo solidario que reconozca su inmenso sacrificio. Y tienen todo el derecho a que el Estado esclarezca la verdad de esta infamia y haga justicia. La región estremecida por el atroz ataque debe recibir la atención integral que le garantice recuperar su seguridad.
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Sobre este crimen se han formulado distintas hipótesis, todas posibles, que exigen investigaciones rápidas, coordinadas y profundas, por todos los organismos responsables. Una explicación generalmente aceptada es la de la retaliación de la estructura criminal responsable por la intensidad y resultados de la Operación Agamenón, que ha desvertebrado las jefaturas del grupo. Expertos también reclaman que se estudie la posibilidad de que este haya sido un ataque contra el proceso de restitución de tierras en una zona donde el paramilitarismo protagonizó despojos. Y no se puede descartar la presión al Congreso y el Gobierno para que den pronto trámite al proyecto de sometimiento a la justicia para ese grupo criminal. Despejar y castigar a los culpables es dar el verdadero primer paso de la no repetición.
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El crimen perpetrado el martes es un horror producido por herederos que recogen la posta de sujetos que se desmovilizan, con mayores o menores garantías de impunidad y con ninguna obligación de entregar sus negocios criminales e información precisa sobre los integrantes de esos grupos que se comprometieron a desmovilizar y dejar las armas. También es una tragedia favorecida por la incapacidad ¿o falta de voluntad? del Estado para acompañar la lucha, así sea eficiente, contra grupos criminales, con medidas de auténtico copamiento territorial, que en el caso de Urabá exige construir la aplazada base naval antinarcóticos además de hacer presencia permanente de la fuerza pública; fortalecimiento de la institucionalidad estatal y social, además de construcción de tejido social.
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El resurgimiento de la violencia en regiones que el Gobierno prometió que estarían “en paz” señala las debilidades de imponer acuerdos de paz sin justicia, como el que se está implementando con las Farc, o con una precaria; y de dejar abiertas las compuertas de la impunidad frente al narcotráfico, la minería ilegal y la extorsión, actividades criminales que ayer fueron gasolina de guerrillas y paramilitares, y hoy son la razón de ser de sus herederos. Combatir esos entramados criminales es el reto del posconflicto que el gobierno del presidente Santos hereda a su sucesor.