Qué caramelo tan escaso

Autor: Saúl Álvarez Lara
1 junio de 2020 - 12:09 AM

A las nueve y cuarto dijo: no me da. ¿Qué pasa? pregunté. No encuentro la solución, respondió, Sistema no quiere reconocer ciertos datos.

Medellín

Un miércoles a primera hora de la mañana, un par de años antes de la coyuntura que nos acorrala, fui a la Administración Municipal. Para evitar filas y congestiones llegué antes de la hora. Fui tercero en la fila de espera con tan buena suerte que las personas de los primeros puestos estaban allí en busca de servicios distintos al mío. Tomé de la máquina dispensadora el ficho G22 que me acreditaba como el primero en la fila frente a las ventanillas de despacho al usuario. La diligencia fue rápida. Menos de tres minutos después iba camino al edificio donde despachan los abogados, a la vuelta de la esquina, porque la joven funcionaria tras la ventanilla no tenía autorización para confirmar mi diligencia sin la autorización de Jurídica.

Lo bueno, si así se puede llamar, comenzó en la Jurídica, un espacio amplio con muros pintados de verde y cubículos en el centro del salón a la misma distancia de las paredes. A esa hora de la mañana, ocho y doce minutos no había público. Cuando me acerqué al cubículo que una dama me indicó con un movimiento de manos, al fondo, en la fila de atrás, el funcionario apoyado en su escritorio dijo “qué caramelo tan escaso”, en referencia a otra persona, quizá compañero de trabajo, pensé en ese momento. La frase podía llevar a interpretaciones: un sujeto amigable o extraño, lo contrario, o también alguien con quien no era posible caer en el descuido. Sin lugar a dudas era una advertencia.

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El funcionario me invitó a ocupar una silla frente a su escritorio. Explique la situación, le entregué las hojas que su colega de la ventanilla me pidió que hiciera revisar por los expertos de Jurídica y esperé. El análisis fue rápido. El funcionario, Augusto de Jesús Araque Pinilla, según la escarapela con fotografía, escudo de la Municipalidad, sello y firma registrada que colgaba de su camisa blanca, impecable a esa hora, lo identificó. Augusto, lo seguiré llamando así, aseguró que su colega de la ventanilla tenía razón y era necesario hacer algunos ajustes en la liquidación de los documentos. No hay ningún problema, dijo, haremos la operación rápidamente, Sistema está funcionando muy bien hoy. A esta hora es veloz agregó para tranquilizarme. Eran las ocho y quince minutos de la mañana. Las voces de otros funcionarios en los cubículos vecinos se escuchaban alegres, había poco público a esa hora y tenían tiempo para conversar. Augusto concentrado en su computadora hacía los ajustes necesarios para solucionar mi caso, no los escuchaba y mi silencio parecía ayudarlo en la tarea. En ocasiones dejaba de escribir en el teclado y anotaba números en un papel diminuto. En ocasiones parecía reflexionar, más tarde me di cuenta que esperaba que la computadora hiciera su parte del trabajo. A las ocho y media, me miró con algún desgano pero no habló y yo en mi función de espera tampoco dije nada. Tal vez ocho o diez minutos después un hombre llegó hasta el cubículo y le preguntó por unos papeles oficiales. Augusto se desconcentró de la pantalla y de su labor en mis documentos y dio al hombre algunas indicaciones, éste respondió con una pregunta y Augusto se apresuró a dar otras indicaciones, de nuevo una pregunta y más indicaciones. Entonces Augusto dijo al hombre que lo llamara en diez minutos, la diligencia conmigo no le tomaría más tiempo y en ese momento le entregaría toda la información necesaria. El hombre se disculpó y se fue. Faltaban cinco minutos para las nueve. Augusto y yo no hablábamos. A las nueve y cuarto dijo: no me da. ¿Qué pasa? pregunté. No encuentro la solución, respondió, Sistema no quiere reconocer ciertos datos. ¿Y entonces? pregunté de nuevo. A partir de ese momento Augusto comenzó a referirse al Sistema como si se tratara de otra persona que se encontraba allí con nosotros. Cada vez que la operación fallaba era él, Sistema quien no quería responder o hablaba de otra cosa. En ocasiones murmuró palabras incomprensibles y me di cuenta que se dirigía a Sistema. A las nueve y media, dijo, voy a llamar al técnico, descolgó el teléfono y marcó tres veces números equivocados, a la cuarta vez dijo: Wilson tengo un problema con Sistema, lo dijo así como si se tratara de alguien conocido por ellos, y luego se lanzó en una explicación sobre las actitudes que estaba tomando en ese momento. Wilson debió dar indicaciones sobre la forma de tratar a Sistema, sobre todo si se volvía voluble, sin embargo, le aseguró que se encargaría de ponerlo en su sitio desde su escritorio. Augusto, más tranquilo, cesó de teclear, cruzó los brazos y miró fijamente la pantalla. Está esperando algo de Sistema, pensé. Eran casi las diez de la mañana cuando dijo, está bloqueado. ¿Quién? pregunté. Sistema se bloqueó y no quiere hacer nada, respondió. ¿Qué hacemos? Augusto me miró con el mismo desgano con que Sistema lo miraba a él y preguntó, ¿No tiene otra diligencia para hacer? No, respondí.

A las diez sonó el teléfono. Imaginé que era Wilson con buenas noticias sobre Sistema pero no, era una llamada personal para Augusto. A las diez y media, Sistema no se había recuperado de su rabieta, Faltaba un cuarto para las once cuando sonó otra vez el teléfono, por las respuestas me di cuenta de que era el hombre que había prometido llamar más tarde. Mientras hablaba, Augusto me miraba como disculpándose con el hombre por mi presencia allí, cuando dijo, sí, todavía está aquí, constaté que la disculpa era verdadera y no sabía cómo justificar mi presencia allí. Sí, dijo antes de colgar, en diez minutos.

Faltaban diez minutos para las once cuando se paró de su silla y salió del cubículo. Cuando regresó, la situación no había cambiado, Sistema seguía bloqueado en su actitud y entre Augusto y yo las palabras no circulaban, aunque hicimos intentos de conversar no fructificaron y siempre quedaron en las primeras frases. El silencio instalado entre nosotros me permitió notar el cambio que Augusto estaba sobreviviendo a medida que pasaban los minutos. Era mínimo y muy lento, pero entre el funcionario bien peinado y recién planchado que encontré a las ocho y cinco de la mañana, y el hombre de pelo parado, camisa arrugada, escarapela al revés, nudo de corbata caído y botón cerrado, como el doctor Mejía, había un mundo de diferencia. Pensé que Sistema estaba ganando su punto y la descomposición de Augusto era la muestra real de su derrota. Eran las doce cuando Wilson llamó para decir que se iba a almorzar y que a las dos de la tarde daría solución al problema, Augusto me comunicó lo dicho por su colega, constató la hora, me miró con la intención de saber si yo conservaba la costumbre de almorzar y murmuró para sí “Qué caramelo tan escaso”.

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Lo narrado sucedió hace algunos años, antes de que la cuarentena hiciera parte de nuestro día a día y con ella el desborde de encuentros por todos los medios con Sistema que en ocasiones parece accesible, en ocasiones no responde ni siquiera al teléfono y en ocasiones, como el “caramelo escaso” de Augusto, se limita a mirarnos con sorna desde su nube, su no lugar, su nada.

 

© Saúl Álvarez Lara 2007 / 2020

 

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