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Triste destino el de Colombia. El rol que le corresponde jugar frente a la crisis venezolana es como de tragedia griega, por el dolor que entraña y porque, además, raya en el absurdo. Sabido es que quien vive ese género de tragedia es el que menos la merece. Ahí reside su paradoja cruel, lo retorcido de su ocurrencia. ¿Cómo se explica que de toda Latinoamérica hoy seamos precisamente nosotros el país más castigado por Venezuela, cuando debiera ser lo contario? Lo digo sustentado en poderosas razones: 1) la hermandad primigenia, que nace de tener la misma raíz y un padre común, 2) las afinidades de base entre sus habitantes: no hay diferencias culturales de fondo, 3) los estrechos vínculos que las unen, por compartir una prolongada frontera y por la presencia allá de millones de compatriotas nuestros trabajando en oficios básicos, derivando de ahí su subsistencia.
Pocos casos se dan en el mundo de dos pueblos tan conectados, tan urgidos de auxiliarse mutuamente y compartir la vida, con sus azares y viceversas.
No bien obtenida la independencia - que fue una gesta común - fundamos la Gran Colombia como nación unitaria, siendo el tejido de ambas uno solo, tanto que al norte respiramos el mismo aire caribe y al suroriente viven confundidos y entremezclados los llaneros, esa etnia altiva y recia que nos enorgullece a todos. Cada que un colombiano y un venezolano se cruzan, el trato brota espontáneo, fácil, confiado, como en familia. Hablando el mismo lenguaje, ellos se entienden sus propios giros, sus particulares tonalidades, amén de que participan de iguales alegrías y preocupaciones.
La Gran Colombia se disolvió pronto, cuando Páez (que, presumo yo, no gustaba de Santander, a quien, pese a su ancestro cucuteño, tomaba por la encarnación del altiplano) cuando Páez se apartó de Bolívar. Vino un largo siglo de disensiones, mandobles y zarpazos, mas nunca falló, aquí o allá, la convivencia fluida y natural entre las gentes del común, ni el respeto mínimo entre los gobiernos. Hasta que llegó Chávez con su lenguaje bronco, sus amenazas rituales y su amparo a la guerrilla, utilizada para debilitar a Colombia, con vistas a insertarla en su delirio bolivariano. Ahora es Maduro quien nos ruge, desafiando, él también, la fuerte tradición de fraternidad y mutua colaboración que atrás reseñamos.
Sin hipérbole ni tremendismos podemos concluir que el chavismo es la peor amenaza que hayamos enfrentado en la historia. Aludo a la estabilidad institucional nuestra, a la democracia balanceada que nos cobija y tanto les escuece y a la integridad territorial. Todo ello lo tienen en la mira. Su patrocinio a los diálogos habaneros con los mismos facciosos que protegen en su territorio, obviamente es interesado. En él no hay nada gratis ni altruista. Sería el colmo de la ingenuidad imaginar siquiera a dicho régimen disociado de la insurgencia o del partido político que la reemplace una vez ella se desmovilice tras un acuerdo de paz. En el cual, sin embargo, sigo creyendo, pues las percibo más afanadas que el propio Establecimiento por ponerle fin a un conflicto que ellas mismas, tanto como sus protectores foráneos, estiman inútil, además de arriesgado para sus rollizos comandantes que, aburguesados en su dorado exilio de varios lustros, y más proclives al satisfecho Epicuro que al adusto Marx, ya quieren jubilarse. Lo cual no es malo en sí, pues mientras más pronto se corrompan en los vicios y delicias del capitalismo, más rápido serán cooptados, o reinsertados, como ellos, con un resto de pudor, prefieren decir. Pero como el espacio se nos agota, proseguiremos luego con estas notas.