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“…Hoy, gracias a Unaula [Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín] y su Fondo Editorial, podemos recordar un episodio de los muchos que vivió Isaacs debajo de un toldo alquilado, al margen de la oficialidad de un certamen aprestigiado más por la bulla de haberme desinvitado que por el espíritu abierto que debió haber conservado como Fiesta del Libro. Sé muy bien que la cultura de Medellín terminó en las manos de un solo titiritero que da vistos buenos o veta, que habla con los alcaldes y gobernadores y monta sus tinglados vanidosos, y que desde allí ejerce de manejador de hilos para recomendar quién publica en las editoriales y quién no debe asomarse a los predios que él maneja. Reconozco su poder. Si no, miren dónde estamos, al lado del Jardín Botánico y no dentro de él…”, señalaba el escritor, ya sentado sobre la silla y su discurso, habiendo comenzado de pie, porque sus dolencias no le permitieron continuar erguido.
21.IX.13, 4:30 pm. El encuentro se había convocado para las 3:30 pm, pero se lo corrió una hora para que en la Sala Humboldt del Jardín Botánico –de la Fiesta del Libro de Medellín- se le diera curso a la programación impresa: Lanzamiento del libro “La revolución radical en Antioquia 1880”, con diferente presentador. Era el mismo al que se desinvitó a Gardeazábal, como se lo conoció ampliamente por la prensa, y en la cual la razón que da el organizador es que –por razones burocráticas- jamás supo que entre los invitados estaba el escritor, pues no se encontraba en la lista oficial.
Cuando me dirigía al evento, algunos afanes familiares me habían demorado un poco y al tomar el taxi le pedí al conductor que me llevara por un sendero sin trancones a la Fiesta. Juan Carlos Idárraga –el taxista de quien luego supe su nombre- me señaló, con reserva y prudencia, allá se presenta Gardeazábal. Allá es donde voy, le dije. Ojalá pudiera yo también, me contestó, porque leo todas sus columnas, sus libros, que los he cargado y leído aquí en el taxi, y escucho La Luciérnaga. Ese man es un berraco, señor. Lo pongo en un ya, señor, no se preocupe.
Qué sitial ocupará Gardeazábal en la literatura colombiana después de 20, 30, 100 o más años, nadie lo sabe. De lo que estoy seguro es de que su novela Cóndores no entierran todos los días, se entronizará no sólo como el símbolo de la verdad del siglo XX colombiano –así y con todas sus ficciones identificadas, o “ mis mentiras”, como él las llama- sino como el poema de la violencia que ella representa, obra que jamás pudo ser superada por su autor –sin que con esto pretenda decir que el resto de su obra carezca de valor-, quien quizá fue consciente de ser el creador de tamaña metáfora sólo después de que los críticos colombianistas se lo señalaron. Es mi parecer.
Gardeazábal, esa confusa mezcla de berrinche de solterona, anarquismo, derechas, justicia social y de muy, muy generoso amigo de sus amigos –a cada uno de los cuales sutil y diplomáticamente le señala su sitial de afectos-, es lo más parecido a un showman literario, que también concita odios reconcentrados, verdaderos odios. ¿Los disfruta también? Goza con las cámaras, los aplausos, los vivas, las solicitudes para fotografiarse que le hacen amigos y desconocidos, los abrazos con ósculo incluido de las maduras y ancianas, las multitudes enardecidas que lo rodean y lo estrujan peligrosamente por alcanzar un autógrafo o tan siquiera por retener su mano menos de un segundo. Jorge Vélez Correa, un inmenso y discreto escultor caldense que vive en Medellín, tiene lista la escultura de su mausoleo que será montado en el cementerio de Circasia, Quindío, donde ha hecho todas las vueltas para que lo entierren de pie. El trabajo está listo y el escultor lo expondrá una parte a escala y otra a tamaño real, en Itagüí, en este octubre, en la que fue la casa de don Diego Echavarría Misas, hoy Casa Museo en Ditaires, según se lo señaló la tarde de la diatriba al escritor.