Un Año Nuevo es la renovación de las ingenuas esperanzas humanas, tanto divinas, y agnósticas, de que la realidad no será como es sino como queremos que sea.
En las democracias como en las personas existe un animus, un algo que les da casi siempre un cierto optimismo a sus miembros, que en un contexto de análisis realista resulta ingenuo y para algunos negativo incluso.
Esto existe desde la antigüedad con las civilizaciones, más adelante con las naciones de la modernidad y hace muy poco tiempo con nuestras democracias. Fukuyama lo ha denominado confianza, y el término en inglés Trust se volvió equivalente a una especie de fe en que las cosas pueden estar mejor en un sistema democrático al siguiente año, sólo confiando en que así será y actuando en consonancia.
Así como en los seres humanos a medida que avanzan los años se va haciendo más claro que la realidad no tiene nada que ver con las imágenes ideales que se tienen en la infancia y juventud sobre la familia, el círculo social y el país en los que les tocó nacer y crecer, las personas en las democracias también van cogiendo cuero y dejan de soñar con constituciones de ángeles, políticos incorruptos y alegres ciudadanos participativos. ¿Qué viene luego?
En lo que respecta a los individuos, se da lo que Freud llama la prueba de la realidad, o sea que las personas aprenden a vivir más allá del principio del placer, en un mundo no deseado pero reconocido, valiéndose de mil recursos para seguir adelante. Un simple optimismo, parece ser entre ellos, según el consenso de los libros de superación, el más recurrido, junto con la confianza en la ayuda de un conjunto de entidades bienhechoras de carácter religioso de diversa índole. Para otros es una simple resignación Shakespereana: "ser o no ser, he ahí el problema”, ¿cómo se comportará el alma de un hombre de temple, soportará con resignación los rudos golpes del destino, o luchará a brazo partido contra el diluvio, desgracias y acabará con ellas?
Pero en lo referente a las democracias la apuesta es mucho más racional, aunque con la misma dosis de ingenuidad. La confianza por muchos milenios se basaba en la esperanza de ayuda divina, pero desde el racionalismo para acá se fundamenta más que nada en una apuesta intelectual por la capacidad del ser humano de mejorarse a sí mismo y a sus sociedades sin ayudas sobrenaturales. Hay que recordar que en el mundo existen 6000 millones de personas que creen en un mundo paralelo y tan sólo 1000 millones que son ateos, muchos de ellos en China, pero un buen número justamente en las democracias más funcionales, como Noruega, Australia y sobre todo Francia.
Un Año Nuevo es la renovación de las ingenuas esperanzas humanas, tanto divinas, y agnósticas, de que la realidad no será como es sino como queremos que sea. Cada uno debe cargar el fardo de sus fantasías, pero colectivamente nos toca a todos asumir que el sistema político democrático en el que vivimos puede ser mejor, que es quizá la mayor de ellas. No se sabe cuál de los dos es el bulto más difícil de cargar, el individual o el societario, pero como siempre, va a tocar echárselos a la mula encima y pensar, con la filosofía del arriero antioqueño, de que en el camino se arreglan las cargas.