Sobre los espacios públicos. Una ciudad casi amordazada

Autor: Memo Ánjel
11 mayo de 2020 - 12:10 AM

El espacio público no se construye para ser habitado, sino que se habita para ser construido. Y este habitar es saber que lo primordial es la vida, la del ciudadano y el entorno

Medellín

“La visión íntima se induce en proporción al abandono que sufre el dominio público vacío”.

Richard Sennett. El declive del hombre público. (Capítulo sobre El espacio público muerto).

 

La espacialidad pública

A pesar de todas las tesis sobre el individualismo (llevado al extremo por la filósofa Ayn Rand, pregonera del egoísmo como factor de desarrollo), el hombre sigue siendo un animal de rebaño y de interrelaciones. Estamos impedidos de vivir solos, pues necesitamos del otro no solo como factor de reconocimiento sino de supervivencia. Yo, por ejemplo, logro escribir esta ponencia por muchos otros que me han ayudado con sus oficios: hoy desayuné y no sé hacer queso, ni tostadas, ni sembrar y procesar café y no tengo ni idea de cómo hacer el pocillo y la cuchara con la que usé azúcar sin saber esta cómo se refina. Y aquí estoy usando unos zapatos y una camisa que hicieron otros, hablando por un micrófono del que no tengo ni idea cómo funciona en su interior, y luego de beber un agua que no sé purificar para que sea potable. De igual manera parte de las tesis que voy a exponer ya las dijeron otros (hacen parte de mi educación, que llegó de afuera) y si ahora hablo, lo hago frente a ustedes, que me son necesarios para escucharme. De lo contrario no habría escrito lo que ahora leo. 

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¿Puede sobrevivir un hombre solo? No. Desde el metarrelato bíblico se dice: no es bueno que el hombre esté solo. Y no es bueno porque la Biblia lo diga, sino por mero razonamiento. Un hombre solo, al que el Talmud le pide que tenga una mujer para completarse, no habría podido sobrevivir al entorno sin confrontarse con otro. Sin embargo, esa soledad es la que ya se vive y, en términos de Byung Chul-Han, el filósofo coreano que escribe en alemán, está provocando la auto explotación, el auto amor, el auto reconocimiento, en fin, la auto destrucción. Será curioso para un extraterrestre, cuando ya la tierra esté sin nosotros, encontrar una momia mirándose a un espejo. El extraterrestre se hará preguntas y quizá llegue a la conclusión de que el espejo era el adminículo que había creado al esqueleto que se refleja en él.

Todos los seres orgánicos, para estar vivos, dependemos de la física, la química, la biología y las matemáticas, dice el historiador israelí Yuval Noah Harari. Física porque somos objetos (para nuestro caso sujetos) que requieren de un espacio para estar, moverse y sentirnos vivos. Química, porque a medida que pasa el tiempo nos transformamos al unirnos unos con otros (la sociedad es un espacio molecular y cada aprendizaje nos transforma). Biología porque nos constituimos en grupos, determinamos políticas (nos definimos en el otro), escribimos la historia y evolucionamos juntos, adaptándonos a las condiciones que plantea el hábitat. Y, finalmente, las matemáticas, pues para situarnos nos medimos y pesamos, usamos el tiempo y calculamos velocidades, recorridos y reposos.  En síntesis, somos gente de espacio medido. Esto lo compartimos con los animales, solo que nos diferenciamos de ellos en que no saben medir y pesar ni contar su historia. Lo demás, la geometría, un lenguaje básico, la política (reinas, zánganos, machos alfa, obreros), la física (saben cómo y por dónde moverse) y la química (admiten sus cambios), lo comparten con nosotros. Incluso determinando lo que les es público y privado. Ahora, en términos de terrícolas, habitamos un planeta público, así creamos que la tierra se pueda comprar y que, en términos éticos, no es de nadie, pues solo es nuestro lo que hacemos. De esta manera la tierra es del que la hizo, así haya sido el propio universo o un D’s creador. No hay que discutir con Bertrand Russell.

Desde el derecho romano, la res pública (la cosa pública, de donde viene la palabra República), es aquello que es de todos y no pertenece a nadie, pues no está dentro de la esfera de lo privado. Siendo lo privado lo que toca con el cuidado de sí (la manera de cuidarme), para ser admitido por los otros. Sin embargo, ambas expresiones, público y privado, se construyen con base en los deberes. Deberes con relación a lo doméstico, lo privado que es lo pequeño-doméstico y lo público que es lo gran-doméstico. Don José Ortega y Gasset decía: “vivimos en la ciudad para poder salir afuera”, lo que amplía nuestros deberes, pues en el afuera está la moral cívica (las mejores costumbres, la urbanidad), así como nuestra relación con el otro que no vive conmigo. Y en este punto es importante hablar de deberes y no de derechos, pues son los deberes los que me hacen constructor de ciudadanía. Así, debo estudiar para tener más mundo y saber argumentar, debo tener casa para estar sano y tranquilo, debo trabajar para pagar impuestos y ver mi lugar en la ciudad, debo entender la ciudad para saber a quién elegir etc. Y en esto de los deberes, la función del Estado es dejármelos cumplir, proporcionándome los medios para cumplirlos. No es de extrañar que se diga, una ciudad es el Estado que tiene, que se manifiesta en el orden, aseo y disciplina necesarios para que haya un espacio seguro. O lo contrario. Y vale anotar: el orden es la debida urbanización, el aseo son los servicios públicos y la salud, y la disciplina los oficios y la educación. Lo anterior, ejecutado a partir del buen ejemplo que deben dar los gobernantes. Hay una palabra para esto: Aristocracia, el gobierno de los mejores ciudadanos, siendo estos los que hacen del espacio público un lugar de crecimiento. Claro que, debido a los malos gobiernos, hasta la aristocracia se acabó. No se aplicó la máxima de Confucio: que mis palabras sean superadas por los hechos.

La espacialidad pública, entonces, es el espacio de todos en condiciones de equidad económica, educativa, cultural y técnica. Es el ejercicio de justicia en el caso concreto, aquello de a cada cual lo suyo de acuerdo a lo que necesite. Así, la espacialidad pública es incluyente, pues los ciudadanos se ven en sus quehaceres y se respetan en sus haberes. Pero esto está todavía dentro de lo utópico, entendiendo que utopía es lo que se necesita y está por descubrirse, y de ninguna manera se define como lo que no existe. La utopía nos hace inteligentes. Y no se trata de lograrla a plenitud sino de irla construyendo. Eduardo Galeano, mencionando la frase como de un amigo, decía: la utopía, quizá no la encontremos, pero nos pone a caminar. Y caminar (no moverse en automóviles) es lo propio de la espacialidad pública, que es el lugar del peatón, ese que conoce la ciudad al detalle. Por esto, antes que construir, hay que urbanizar, es decir, determinar primero los espacios públicos para el flujo de los ciudadanos y luego los habitables y operacionales.

Uno de los problemas de la ciudad latinoamericana, es que primero se construye y luego de urbaniza. Y de esta manera, matamos la espacialidad pública, pues no es lo público los senderos serpenteantes entre edificaciones, sino lo que hace ver a las edificaciones desde lejos. Y, si como dice Robert Musil en su novela El hombre sin atributos, la esencia de una ciudad es la manera en cómo se mueven sus habitantes, las nuestras son un revoltijo, pues no solo hay carencia de lo público sino de educación para lo público.

La sociedad civil

La palabra ciudad viene de civitas (palabra latina) y de ella se desprende civilización y lo civil (aplicado al derecho, la ingeniería y la condición del ciudadano). Así, civilización son construcciones, contrataciones y espacialidades para que un objeto no interfiera con otro. Y a la vez es un comportamiento, que los romanos nombraron Urb, de donde viene urbanismo y urbanidad, que serían las mejores expresiones de la ciudadanía, pues no solo se refieren al trato y al movimiento, sino al entendimiento de la ciudad como espacio seguro (así la plantea Aristóteles en La política). Y para que una ciudad sea segura no se requiere de aparatos que vigilen o cuerpos policiales que repriman, sino de sociedad civil, es decir, de una sociedad donde a partir de pactos (contrataciones) se haga una ciudad en la que lo social sea posible, entendiendo por social el hacer socios para el bienestar, palabra que hay que partir y situar la última al principio de la primera, y así sea el estar bien.

La sociedad civil no es un gobierno y menos un ejército. La sociedad civil es la conciencia del Estado, su camino para el hacer y su control. Y esta sociedad civil nace de pagar impuestos. En la Revolución Francesa aparece por primera vez en la historia la palabra Ciudadano (Citoyan), que es quien paga impuestos para vivir en una ciudad, y a la vez, conociendo bien la ciudad (sus problemas y logros), poder ser elegido para estar en su gobierno. O mejor, en su gerencia, que para el tiempo en que vivimos explicaría mejor lo que debe hacer un alcalde, por ejemplo: tomar unos recursos, optimizarlos, lograr con ellos cosas importantes y, como resultado, un ciudadano que, debido a sus deberes (y en consecuencia a sus derechos), cada vez hay que gobernar menos porque tiene lo necesario para estar seguro y, lo más importante, no tener miedo. Y si bien esto sueña a utopía, no lo es. Este ciudadano en condición de equidad, seguridad y carente de miedo está en Suiza, Dinamarca, buena parte de Alemania, Francia e incluso en Israel, donde el conato de guerra es permanente. De estos países no vemos salir grupos desesperados de migrantes que lo dejan todo atrás. Y que no haya esos desplazamientos (a los que absurdamente nos enseñamos), se debe a una sociedad civil que actúa y cuyo Estado se alimenta de los mejores de ella para gobernar y crecerla. Si en el espacio público estamos, entonces eso público debe ser congruente con la vida, es decir, debe fluir mejorando y con metas concretas a cumplir para, como decía Fernando González, vivir ahí y saber que estar vivo es bueno.

Esa sociedad civil se construye a partir de la democracia participativa y no de las democracias tiránicas (casi dictaduras) que tenemos. Un Estado no es quien impone sino el que administra. Su papel es el de un capitán de un barco que, sabiendo para dónde va, revisa cada paso mientras los demás se encargan (con sus oficios debidos) de que el viaje sea propicio, desde los acopios de alimentos y combustibles, la casa de máquinas, la cocina, los camarotes, el aseo en la cubierta e interiores, la sala de operaciones náuticas y los que se turnan en el timón. Y si hay prospectiva, se ven las oportunidades y los peligros. ¿Y dónde está lo por hacer? En la sociedad civil, que no es una totalidad, sino que trabaja como los fragmentos de un rompecabezas, mejorando en las limitaciones y uniendo con otros hasta conformar lo público, que es lo logrado por todos. Así, la sociedad civil no es un monstruo deforme sino las partes de un motor, que primero se construyen y luego se unen para que el total funcione. Y en este punto, el Estado es quien va revisando el plano (la construcción pertenece a la sociedad civil) por si falta algo. El Estado es un interventor, un veedor, un contralor. Revisa las normas y educa en torno a ellas. Es la justicia, o sea, el proveedor de seguridades para que lo demás se haga bien.

¿Y dónde se construye la sociedad civil? En el espacio público, que es donde está el otro y se manifiesta como un ente vivo que necesita de física (espacio para moverse e interactuar), química (educación para transformarse y transformar como es debido) y biología (para evolucionar en grupo). De esta manera el espacio público no se construye para ser habitado, sino que se habita para ser construido. Y este habitar es saber que lo primordial es la vida, la del ciudadano y el entorno, pues hacemos parte de una biósfera y lo que pase con la naturaleza nos pasa a nosotros (y a los seres vivos que nos rodean) que seguimos vivos, por ejemplo, porque tomamos agua. Donde algo le pase a esa molécula simple, desapareceremos y, como decía Carl Sagan, nadie nos extrañará, nadie nos llorará. Y la tierra, libre de los malos gobiernos, volverá a ser un punto azul en un rayo de luz.

La construcción del ciudadano

El ciudadano es quien paga impuestos y, en consecuencia, ve que la espacialidad pública mejora para su habitar por fuera de la casa, que es la que constituye la calidad de vida. Porque calidad de vida no es estar bien en el espacio privado (donde me aíslo de otros), sino en la calle, donde interactúo, soy elemento de conocimiento y factor económico, aprendo de los otros y pertenezco a una cultura desde la cual puedo ver el mundo porque sé quién soy y dónde estoy.  Y esto me sucede porque allí, en lo público me siento querido. Volviendo a Yuval Noah Harari y a su libro Homo Deus, donde se asusta con lo que viene (que ya no es futuro sino una especie de distopía), los animales mamíferos nos caracterizamos porque, antes que buscar alimentos, buscamos quien nos quiera. Ahora, queremos en la medida en que nos respetamos, conciliamos y hagamos cosas juntos, cada uno ejerciendo bien su oficio. Pero antes de esto, hay que saber dónde estamos, quienes somos, qué tenemos, por qué lo hicimos y adónde hemos llegado con esto. La ciudad se construye a partir de espacios de humanización y ser humano es lo que se le debe enseñar al colectivo ciudadano, que será de donde saldrán los gobernantes y los dirigentes de la sociedad civil.

La educación pública se creó para la seguridad del espacio público. Esta idea, que fue de los romanos, tuvo un buen cumplimento siglos después con Napoleón Bonaparte, que creó los politécnicos para no solo saber hacer y usar las máquinas, sino para entender bien que el ser humano es superior a ellas. ¿Y quién es un ser humano?  Es aquel se diferencia de un animal en que sabe hablar (lo que implica saber leer), comer, vestirse, asearse como es debido para no ser un problema de salud pública e interactuar con el otro y construir en conjunto lo que será beneficioso para todos. Y para ser más humanos, tenemos que ser distintos. Baruj Spinoza, el filósofo judío holandés, decía: dos que saben lo mismo no se aportan nada; por lo tanto, uno de los dos, sobra. Entre diferentes está el aprendizaje, que nace de la confrontación, el diálogo y la puesta en razón de dos para que la realidad exista. Y como dicen los rabinos, de dos verdades, la mejor es la tercera, que nace de sumar las dos primeras y lograr, de su síntesis, una mejorada.

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Al ciudadano, desde la educación primaria, debe enseñársele qué es la ciudad con todos sus componentes, desde qué significa tener agua potable y servicios de energía hasta los espacios donde el trabajo es necesario; además, qué hace él ahí (el niño) y cómo ser un buen vecino. Antes se enseñaba educación cívica, materia en la que se enseñaban cuáles eran las instituciones y cómo actuaban para que la ciudad se mantuviera en orden. Pero no se enseñaba a gobernar, saber a quién escoger por sus cualidades ni como ser inteligente resolviendo problemas.  Y esto es lo que hace falta, que el ciudadano lo sea desde pequeño y, en la medida en que aparece el espacio público, enseñarle a usar la ciudad y a comportarse en ella.  Si esto se obvia, como pasa, crearemos urbanícolas, gente que se mata y se roba, que es indiferente y al final se corrompe, pues nunca se ve en la ciudad como ciudadano sino como parásito.

Proyección de la ciudad

Para lograr entender y dominar algo, hay que tener límites. Y, como cuerpo que es, la ciudad es una demandante de agua, energía eléctrica, educación, empleo y cultura para tener una identidad. Y en calidad de cuerpo tiene unos límites geográficos, de población y movilidad. Por esta razón las ciudades se censan, para no caer en el acromegalismo, esa enfermedad que genera desórdenes en los cuerpos y no hay maneras de controlarlos.

A lo largo de la historia, la ciudad ha tenido unas fronteras, un nivel de consumos y una operatividad de acuerdo con las instituciones que tenga. Sin embargo, y ya en 1935 Lewis Munford se quejaba de ello, aparecieron las megalópolis y con estas la densificación urbana causada por asentamientos fuera de control político y económico, a más de la proliferación de vivienda vertical que colocaba en el lugar de una casa un edificio, multiplicando en un solo punto el número de habitantes, el consumo de agua y energía y la producción de basuras. Y en esta densificación (muchos en un mismo lugar), los espacios públicos se vieron afectados, así como la vida urbana (la de los comportamientos) y la de la identidad, pues de ser un vecino (cuando la calle era con casas) pasé a ser un NN debido al sinnúmero de personas que llegaron y aparecieron sobre mí. Y ya sin identidad (sin barrio ni vecindario) se configuraron comunas y, en estas, en calidad de ciudades para ser habitadas en el espacio privado y no en lo público, aparece lo que Richard Sennett llama el manejo del desorden, que no es otra cosa que ver una ciudad vertical que más parece un presidio (la gente se encierra) que un espacio para la vida. A este fenómeno de la verticalización, Konrad Lorenz (Premio Nobel de medicina 1974) lo llama confinamiento intensivo. Y en este confinamiento la ciudad pierde sus límites y agiliza su entropía. Ya se sabe, el final de algo es la crisis, es decir, cuando se desborda porque ya no cabe en el lugar que ocupa. Llene de más un vaso de agua y verá en que consiste la crisis.

Para proyectar una ciudad hay que saber hasta dónde puede crecer en condiciones de vida estable, productiva y de buenas condiciones para ejercer la ciudadanía (espacios públicos, lo que se llama etho-esfera, lugares de buen comportamiento). No se trata, entonces, de llenar unos límites y provocar su desborde. Si la ciudad se llena, entonces se hace otra ciudad, llevando las condiciones de la primera la segunda, privilegiando el espacio público. Lo anterior lo tuvo en cuenta Benjamín Franklin cuando, al firmar la Carta de Independencia de los Estados Unidos en la ciudad de Filadelfia, decidió también hacer un teatro para la ciudad. En ese teatro los ciudadanos oirían a los viajeros, a los escritores, a los artistas, a los científicos, a otros gobernantes, para tomar de esas enseñanzas lo mejor para vivir sin miedo. Y no solo era el edificio del teatro sino el espacio verde que lo rodeaba, las pequeñas plazas para conversar y los centros de enseñanza, para confrontar lo aprendido. En un momento, y algunos dicen que con actitud chovinista, Ralph Emerson escribió un fascículo llamado Autosuficiencia. En él, el autor pedía verse entre todos para solucionar problemas escogiendo a los más aptos y luego tomar enseñanzas extranjeras para mejorar la solución, si se requería. Así el primer intento de algo debía provenir de los ciudadanos, de las preguntas que se hacían y las soluciones propuestas sobre un terreno que era el suyo. La ciudad, entonces, se proyectaba de acuerdo con la inteligencia de sus ciudadanos que pensaban problemas antes de emitir un juicio. Y pensar un problema para encontrarle salidas diversas y aplicar las más convenientes. No una, que en el caso de una ciudad que muta como un cuerpo no opera convenientemente sino se prevé antes lo que puede generar la primera solución.

Conclusión

El espacio público es el de la confrontación y el concilio de ideas, el del pacto y a la vez el de los resultados. Y se tiene que asumir con educación y construcción paralela. Y en ese espacio público se construye la sociedad civil, que le indica al Estado lo que este debe hacer, optimizándolo. El Estado es un garante y cuando oye y hace lo que es lógico, mejora. Si el Estado impone, se cae, pues cada imposición no es más que un resquebrajamiento.

Napoleón Bonaparte, a quien erigieron en Paris un Arco del triunfo en su honor, por sus cualidades de constructor (convirtió a Europa en una especie de Francia debido a la Escuela de Artes y Oficios), tenía claro algo: siempre hay que acompañarse de sabios que sepan hablar, escribir, descubrir y oír. Y que sean ejemplos del vivir bien, pues nada les molesta y por eso son imitados. Napoleón perdió la guerra, pero dejó a Paris en cada uno de los países por donde pasó. El Paris de los flâneurs, los espacios públicos para lucir la razón y la creación de ciudadano.

 

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