La muerte del Estado

Autor: David Roll Vélez
6 diciembre de 2018 - 11:01 PM

Lo hicimos mal, porque nuestro Estado no fue capaz de mantener el monopolio de la fuerza física

Los seres humanos no llevamos más de 200.000 años sobre la tierra y la mayor parte de ellos estuvimos sometidos al azar de la naturaleza como cualquier otro animalito. Pero luego nos dimos cuenta de nuestra vulnerabilidad y nos refugiamos en las divinidades y en las familias, para sentirnos protegidos. Más recientemente creamos ese dios artificial que es el Estado y le encargamos la tarea de darnos bienestar y seguridad, especialmente al dotarlo de la forma democrática. Pero cuando se va a las regiones de Colombia en las que el conflicto armado se volcó contra la sociedad civil y se logra hablar con las víctimas que retornaron para intentar reconstruir sus vidas, la pregunta que uno se hace es siempre la misma: ¿Dónde “p...” estaba el Estado?”. La memoria histórica es fundamental y hacen un buen papel todas las instituciones públicas y privadas que trabajan en ello, pero la experiencia de escuchar de viva voz los relatos y en la misma región donde sucedió, es impactante. Aquí mismo en Antioquia los ejemplos son tristemente abundantes, y me referiré solo a uno de ellos, que recientemente conocí. Se trata de las “Madres Tejedoras de Son Son”, un grupo de señoras a cuya reunión en la casa de la cultura de ese pueblo pude asistir y oír de viva voz las historias espeluznantes que no me siento en capacidad de describir, pero que ellas sí lo han hecho tejiéndolas en un trozo de tela, para que el tiempo no las borre, como sí lo hará de su memoria algún día, lo que esperan con infinita paciencia. También pude visitar en el departamento de Bolívar el famoso proyecto de reconstrucción de “El Salado”, que dirigió Claudia García con la Revista Semana, en esta población cercana al Carmen de Bolívar, y la sensación fue la misma al hablar con los líderes locales que regresaron a reinventar su vida: El Estado los dejó solos (e incluso a veces y en este caso, actuó contra los ciudadanos).

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Cuando cayó el Imperio Romano la única forma de medio sobrevivir fue pactando fidelidad y obediencia con los señores feudales, a cambio de protección. Pero acabada la Edad Media el poder político fue desplazando tanto a estos como a los monarcas absolutos que los sucedieron, dotando a los Estados Liberales, Comunistas o de corte tradicional de un papel entre abrumador y absoluto frente a los ciudadanos recién convertidos en tales. Los estados de corte tradicional en general hicieron un mal papel con sus sufridos súbditos. El comunismo fue el peor de todos los desastres, porque si bien modernizó hasta el tope a países que estaban en decadencia, como Rusia y China, lo hizo sobre un manto de muertes inimaginable (20 y 70 millones respectivamente, bajita la mano). ¿Y las democracias? Hay que hacer un balance exhaustivo de momentos y lugares para definir cuándo lo hicieron bien y en qué momento no. Pero en el nuestro no hay duda: Lo hicimos mal, porque nuestro Estado no fue capaz de mantener el monopolio de la fuerza física, elemento fundamental del Estado según Max Weber. Dejó a muchos de sus ciudadanos en manos de grupos armados ilegales, o sea guerrillas y paramilitares, los cuales no tenían que haber existido siquiera, o por lo menos no con la magnitud e impunidad a que llegaron. Por más que un cientista político intente explicar que el Estado ya regresó y los protegerá y resarcirá, asumiendo nuevamente ese uso exclusivo de las armas que le es esencial, la mirada de los entrevistados dice más que mil palabras: no creen ya en ese dios artificial creado por el hombre y prefieren refugiarse en sus divinidades ancestrales, aunque algunos parecen albergar algunas dudas también de ellas por haber permitido que les tocara vivir en un Estado tan “pecueco”.

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El balance mundial puede no ser tan malo en el nuevo milenio, porque la pobreza se redujo y las guerras han disminuido considerablemente. Pero esa estadística le importa un carajo al colombiano que vio impotente al Estado frente a los ejércitos bárbaros e inmisericordes que lo agredieron a él. Aunque las víctimas saben que el estudioso de la política o el trabajador social, que se les aproxima por distintos motivos, no tuvieron especial culpa de lo sucedido, se nota que no creen que entendamos en el fondo la situación. Además, tienen razón al no captar nuestra jerga sobre estabilidad democrática, gobernabilidad, partidos políticos institucionalizados y todo eso. Nos miran no con desprecio, pero sí con paternal paciencia, como quien escucha a un niño relatando la última película de Disney, la segunda parte de “Ralph el Demoledor”, con la emoción de quien cree que todo eso en el fondo es verdad.

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