Enroque de memoria

Autor: Editor
13 mayo de 2018 - 02:00 PM

El Café Maracaibo, hoy desaparecido, avivó el ajedrez en Medellín. Esta crónica testifica cómo fue puerta de entrada de muchos al juego ciencia.

Medellín

Luis Alberto Arango Puerta

Cada cosa a su tiempo tiene su tiempo.

Ricardo Reis

En 1963, en Medellín, un café de billares y ajedrez era la felicidad: El Maracaibo.

Tenía 16 años cuando subí por primera vez esas escaleras, primero al segundo piso, cuyo contenido era, tal vez, una decena de mesas de billar;  y  luego, al tercer piso, donde un rebaño de mesas-tablero de ajedrez esperaba al primerizo que recibiría e infligiría unos “mates” reglamentarios.

Después de esa primera vez el mundo cambió. El tiempo, los amigos, los pensamientos, el sentido del ocio, la ración de  dinero de estudiante de la semana. Durante muchas horas, de muchos años, mezclé las dos estirpes de dos materias tan distintas, tan lúdicas, como el juego del billar y el ajedrez. Y cuando entendí que no sería  destacado en ninguno de los dos, no me importó. Me aferré a la dureza de roca de ambos vicios sin remordimiento. E hice con ambos juegos mi propio enroque, corto y largo; los alterné.

Un paso difícil

De cada uno guardo curiosos y gratificantes recuerdos:

Haberme enfrentado por primera vez al garitero, cancerbero de las mesas de billar: Lázaro, un nombre perfecto para su apariencia de momia, como de museo de cera, quien determinaba, según tu edad, si podías o no jugar al billar. Para tal gestión, ya había falsificado debidamente el carné de estudiante del Liceo Antioqueño con la edad requerida, 18 años. Cuando extendí mi documento por primera vez, su respuesta fue contundente: el carné sí tiene 18, ¡pero usted no!

Sin embargo, Lázaro fue vencido por la persistencia, y el vicio fue aceptado y acicalado con la mejor media mañana de la ciudad: leche con pasteles de guayaba. Y por la asiduidad semanal, el dinero que se me daba en casa ya se había agotado el día miércoles.

Fui testigo de una serie de 300 carambolas realizada por mi condiscípulo del Liceo Antioqueño, Óscar Cárdenas Jaramillo, alias El Fantasma. La serie consistía en reunir primero las tres bolas en algún lugar de la impecable y verde mesa –preferiblemente en un rincón­- y luego dar la vuelta por los cuatro lados de la misma haciendo, una tras otra, tres centenas de carambolas, sin fallar. A eso le llamaban “Serie Americana”.

Pero había otras deliciosas modalidades, como la carambola a tres bandas, para cuyo aprendizaje educamos los ojos tardes enteras. Ahí estaban los profesores, los jugadores más avezados, y, en su ausencia, el profesor “Mesita”, un singular personaje, siempre de saco y corbata, quien llegaba muy temprano en la mañana, con su larga y ensortijada cabellera; estuche en mano, que contenía su taco profesional y demás adminículos para dictar sus clases a quien tuviera dinero, o bien invitarlo a varias dosis de café. Siempre allí.

Vea también: El ajedrez antioqueño volvió a sus mejores años

Con los maestros

Haber conocido a Luis Holguín, El Viejo, un ser extraordinario, venido del suroeste, Bolívar, trashumante, ligado por siempre al juego de ajedrez, a su técnica, a sus maestros, veteranos y juveniles (ya Óscar Domínguez, el cronista vertebrado, lo había bautizado “la doctora corazón del ajedrez colombiano”), crucigramista insigne, rodeado cada día de un corro de aficionados que metía la cucharada en la elaboración de esas cuadrículas de El Tiempo y El Espectador o de cualquiera que presentara un buen grado de dificultad.

El tercer piso, el de ajedrez,  no solo era la mejor sala para practicar el juego, sino una galería fotográfica de los maestros de los escaques de distintas épocas; un testigo de los grandes jugadores que la ciudad tenía, y con los cuales se realizaban torneos de todo tipo, privados o en conjunción con la Liga de Ajedrez de Antioquia; simultáneas sensacionales con la participación de verdaderas figuras. Llegan a la memoria nombres legendarios como Miguel Cuéllar Gacharná, Luis Augusto Sánchez, Boris de Greiff y otros de vecinos departamentos, amén de los locales como el retraído Carlos Cuartas, el brillante Óscar Castro, el talentoso Gildardo García, el recursivo Emilio Caro y su hermosa esposa Ilse Guggenberger, primera mujer oficialmente aceptada como competidora entre ese grupo de varones, campeona nacional, y que llegó con el tiempo a ser Maestra Internacional. Y  nosotros, meros principiantes, apreciábamos esto como un tesoro. Un hervidero de actividad, relaciones públicas, corresponsalías cómplices, información local y mundial, todo estaba allí.

Por ser del Maracaibo

La llegada de Robert Bobby Fischer al mundo del ajedrez fue como un nuevo sol, el quiebre de la rutina, de la maquinaria rusa, y gracias a su postulación, a su candidatura al Campeonato Mundial de 1972, ante Boris Spasski, el ajedrez se convirtió en un deporte planetario, aun para las gentes ajenas al llamado juego ciencia. Y el Café Maracaibo se convirtió, para nosotros los aficionados, en la “oficina de prensa”, si se quiere, para seguir a pie juntillas el desarrollo del match del siglo, como fue denominado.

Allí teníamos, justamente, al viejo Luis Holguín, el contacto más profesional para la consecución de los movimientos y resultados y análisis de las partidas. Aún recuerdo el tablero mural donde una aglomeración curiosa seguía una a una las jugadas de cada contrincante.

Justamente, durante la divulgación de este evento, fui un receptor de información privilegiada, pues hice parte de la cadena del desarrollo de las partidas. El cuento fue así:

En Bogotá, el maestro internacional Boris de Greiff, que a su vez coordinaba el gigantesco  tablero mural de la Avenida Jiménez, capturaba cada tanto, por servicio de télex, los movimientos de cada partida, y en llamadas telefónicas que hacía a Medellín, Luis Holguín, en el Café Maracaibo, hacía lo propio: verter la información al tablero mural del tercer piso. Y, de paso -aquí está lo insólito- hacerme una llamada a mi sitio de trabajo, donde yo compartía con el jefe de computadores (los de aquella época) la pasión por el ajedrez, y donde habíamos instalado un discreto tablero magnético, detrás de aquellas “neveras informáticas”, para seguir también el desarrollo del match, gracias a nuestra membrecía con el Café Maracaibo.

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Cómo no hablar de un hombre corpulento y silencioso, el bar-tender, Fabio Zuluaga,  santuariano, como su tío Arcadio, el  dueño del establecimiento, que hacía prestidigitación al llenar unas hileras inmensas de copas de aguardiente en un santiamén. Espectáculo visual. Y las meseras o coperas, que se nos fueron volviendo como de la casa, que nos conocían con caprichos y todo, y cuidaban como verdaderas amas de llaves.

Ese era el Café Maracaibo de aquellas décadas del sesenta y el setenta: una segunda casa. Y lo fue, lo supe, durante cincuenta años de existencia, para muchos clientes que permanecieron allí, siempre, desde las nueve de la mañana de todos los días hasta el ocultamiento del sol.  Supérstites. Personas que nunca perdieron su situación de relación, dependencia, afinidad o filiación a una pasión sin remordimientos.  

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