El debilitamiento de los partidos políticos le arrebata legitimidad a la representación que ejercen y mina la democracia, asunto que parece interesar muy poco a poderosos dirigentes.
Colombia transcurre el primer complejo tramo del posacuerdo y la antesala a las elecciones de Congreso y Presidencia sumida en una severa crisis de sus partidos políticos, la segunda de tanta gravedad tras la promulgación de la Carta Política de 1991. Las consecuencias de esta situación se avizoran inquietantes para la democracia y la ciudadanía.
Los síntomas de esta crisis, con gravedad equiparable a la de 2001, están por doquier. En la explosión de precandidatos que impulsan su aspiración en oportunistas recolecciones de firmas que les permitieron adelantar el cuarto de hora de sus campañas. También está en las actuaciones de jefecillos mediocres, y hasta incursos en procesos judiciales, que se dan el lujo de bloquear ideas, congresistas y hasta precandidatos, arrasando con el pluralismo y la deliberación inherentes a las organizaciones democráticas. Además se constata en el crecimiento de dirigentes obligados a dar explicaciones a la justicia y en el aumento de personeros que empacan maletas dando nueva vida al viejo transfuguismo.
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La crisis de los partidos, causante del resquebrajamiento del orden democrático, tiene múltiples causas que se han venido acumulando en el tiempo y cuya su solución fue aplazada por el afán de limpiar las sábanas que demostraban la existencia de fiebre, no la infección que la acusaba; como lo hizo, por ejemplo, el actual gobierno al empeñar su capital político, y algo más, en acabar con la reelección presidencial, figura que disfrutó y de la que abusó, mientras se hizo el distraído para acometer reformas estructurales sobre la organización de los partidos, conformación de las listas, sistemas de financiación y elección de candidatos, así como con las normas para fortalecer la lucha contra la corrupción.
El punto de partida de ese debilitamiento institucional se encuentra, a no dudarlo, en el empeño de los constituyentes Álvaro Gómez y Antonio Navarro de combatir el clientelismo y propiciar la apertura democrática, causa por la que generaron el debilitamiento de los partidos tradicionales y la explosión de los “partidos de garaje”. Este desangre, apenas contenido por la reforma política de 2003, se ha agravado con las abusivas actuaciones de gobiernos que han logrado gobernabilidad concediendo gabelas a congresistas que actúan como simples particulares que gozan de la debilidad de los mecanismos anticorrupción y de la indiferencia de ciudadanos que usan la desconfianza como excusa para tomar inaceptable distancia de la actividad partisana.
El debilitamiento de los partidos políticos le arrebata legitimidad a la representación que ejercen y mina la democracia, asunto que parece interesar muy poco a poderosos dirigentes y medios de comunicación que la aprovechan para mantener vivos argumentos polarizantes, cargados de descalificaciones falaces. Quienes persisten en visiones electoreras son indolentes a las consecuencias de esta crisis, como el debilitamiento de la ética política, consecuencia de la incapacidad de los partidos para controlar a sus integrantes; la sumisión de los militantes a los jefes, no a las normas partisanas, y el sometimiento de la gobernabilidad a las habilidades de los mandatarios para ofrecer gabelas a los congresistas.
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La consecuencia inminente de esta crisis que todos avizoraron, y nadie quiso enfrentar, es la certeza, hoy, de que el próximo presidente tendrá origen en una candidatura autoproclamada, y por tanto teñida de mesianismo, que no sería controlada por una organización fuerte, o será fruto de un partido débil, en el que las reglas y el control dependerán de voluntades individuales. En cualquiera de esos casos, el país se arriesga a vivir un gobierno sometido a la tiranía de los congresistas, mayoritariamente más ocupados en su reelección que en su obligación de construir institucionalidad democrática.
Como lo mostró la inquietante discusión provocada por Guillermo Rivera, ministro del Interior, al pretender exigir al presidente de la Cámara ajustarse a la agenda gubernamental, hace agrio tránsito en la Cámara de Representantes el proyecto de reforma política inspirado en los acuerdos con las Farc, y por tanto dirigido a beneficiarlos tanto a ellos como a los amigos del gobierno Santos, más que a realizar las ideas presentadas por la comisión especial para la reforma política o las reclamadas por otros sectores. Con tales propósitos, tal iniciativa no es la que ofrece resolver una situación equiparable a la de 2001, cuando el país asistió a unas elecciones en las que participaron 68 partidos y movimientos políticos con personería del Consejo Nacional Electoral.
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