América Latina ha sabido construir relaciones y defenderse del garrote, mediante la interacción con el Congreso y con organizaciones que sí controlan al Gobierno.
Integrar a América como continente diverso que puede unirse en torno a ideales de libertad, equidad y prosperidad, ha sido esperanza de visionarios que han confiado en que, con voluntad y solidaridad, entre Patagonia y Tierra de Fuego puede crearse un modelo de cooperación para el desarrollo con democracia, inclusión y sostenibilidad. Aunque es plausible, este sueño exige acciones persistentes y voluntad irreductible, a fin de superar obstáculos naturales con puentes protectores, como en el Tapón del Darién, o barreras ideológicas enarboladas por extremistas de izquierda, como los chavistas, o de derecha, como Donald Trump.
Personero de un neo-proteccionismo inspirado en la decimonónica doctrina Monroe -“América para los (norte)americanos”- y su ejecución con el uso del “big stick” -gran garrote- de Theodore Roosevelt, el presidente Trump sigue confirmando los temores de que sus exageraciones de campaña fueran guía de las decisiones de su gobierno contra los procesos de integración o diálogo institucional entre naciones. Por ahora, pues, América despide los beneficios de haber trabajado durante casi tres décadas al amparo de la filosofía integracionista, que procura que entre Estados Unidos y las naciones al sur del río Grande, con México a la cabeza, se privilegien el respeto y la diplomacia; se definan escenarios de negociación, como la OEA; mecanismos de cooperación, como el BID, y se estructuren instrumentos de integración económica, como el Nafta o los acuerdos de libre comercio. Ello, porque los defensores de cooperar admiten acechanzas que hacen tambalear hasta las mejores voluntades.
El sueño integracionista ha sufrido duros golpes por los extremistas que siempre sacan provecho de la confrontación. La coincidencia entre la extrema izquierda que pretende reavivar la llama del castrismo y el radical Trump que sueña con volver a tiempos en que el Tío Sam se hacía temer -o jalar las barbas- empujan el péndulo a un pasado de conflicto y prejuicios. Su primer y más obvio objetivo es México, pero el resto de Latinoamérica puede y debe sentirse directamente afectado. La declaratoria de guerra al Nafta, al comercio bilateral y a los migrantes, con medidas como acabar el acuerdo comercial, castigar a los estadounidenses que lo aprovechan, levantar el muro e imponer aranceles a los productos mexicanos anuncian ataques parecidos para las otras naciones.
Combatir a México y a Sudamérica no es un aporte de Donald Trump a Estados Unidos. Analistas estadounidenses destacan la importancia creciente de las relaciones de México y Estados Unidos. La prensa norteamericana registra a México como segundo o tercer socio comercial y Bill Richardson, exembajador estadounidense en la ONU, señala que México es hoy el segundo comprador de bienes de Estados Unidos, por encima de “Japón, Alemania, Corea del Sur y Gran Bretaña, conjuntamente”. El editorial de The Washington Post destaca que, tras el Nafta, “México se convirtió en un destacado socio para la promoción de los valores liberales, desarrolló e institucionalizó su democracia multipartidista y afianzó las libertades democráticas alrededor de su frontera” (ver https://goo.gl/VPuDW4). Por decisión de Trump, Estados Unidos no sólo renuncia a un buen socio; se arriesga a reavivar aquel pasado hostil en el que el antiamericanismo fue el caballo de batalla para la justificación de modelos autoritarios hoy obsoletos pero todavía vivos.
Pero si el fácil expediente del anti yankismo es la oportunidad de oro para reencauchar discursos de las extremas izquierdas emergentes por la desacertada política exterior de Obama con Cuba, las generosas concesiones del Proceso de Paz colombiano y la débil insitucionalidad democrática de buena parte de Latinoamérica, habrá que recordar siempre que el impulsivo y mesiánico Donald Trump es, nada más, y nada menos, el presidente de Estados Unidos; un gobernante controlado por un Congreso bipartidista en el que ni siquiera sus copartidarios comparten su modelo de relación con el mundo. América Latina ha sabido construir relaciones y defenderse del garrote, mediante la interacción con el Congreso y con organizaciones que sí controlan al Gobierno. Recuperar esa vieja tradición aparece como luz para salvar el difícil proceso integracionista, que tanto bien ha hecho a todos.