A la violencia le cosieron la boca

Autor: Invitada
20 mayo de 2020 - 11:12 AM

En medio de las dificultades y los recuerdos de dolor, en Castilla y el Doce de Octubre vive el deseo de reconstruir y la esperanza de un renacer para todos.

Medellín, Antioquia

Por Valeria Acosta Velásquez

El conflicto iluminaba las calles con los disparos que se reproducían simultáneamente. Los gritos y lamentos se volvieron parte de la madrugada. Los teléfonos sonaban todo el tiempo, pero nadie se atrevía a contestar por miedo a que fuera una noticia acerca de un familiar. La gente dormía con la ropa lista para salir corriendo si llegaba un sicario. Las lágrimas siempre estaban presentes. La gente pedía a gritos protección, pero las autoridades no lograban atacar con contundencia la criminalidad que los englobaba.

Este fue un periodo en el que la paz era ajena a muchas familias, porque las bandas se habían apoderado de la ciudad. El conflicto no era lejano, ahora la violencia no tocaba solo lo rural, sino que estaba a la vuelta, en la esquina y hasta en la propia casa.

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El 2008 fue uno de los años más difíciles para cientos de personas que habitaban las comunas 5 y 6 de Medellín, Castilla y el Doce de Octubre, lugares donde operaban alrededor de 45 bandas delincuenciales. Fue un tiempo de guerra, sufrimiento, aflicción y sonrisas desdibujadas en la que muchas personas que no tenían nada qué ver con las bandas salieron perjudicadas.

 

Arribar a un pasado estático

Me encontraba en un bus que nunca pensé tomar, dirigiéndome a un lugar al que nunca pensé ir, haciendo un recorrido que fragmentaba mi rutina mientras observaba cómo mi paisaje se iba transformando. Ya no estaba en mi domicilio, todo para mí era nuevo, diverso y colosal.  Me hallaba en un sitio que estaba muy cerca de mí, pero que nunca me esperaba, un espacio que tenía una historia que esbozaba dolor, miedo e inseguridad. A simple vista no parecía que esta zona hubiese sido testigo de tantas muertes, extorsiones y amenazas. No se escuchan los lamentos de los hogares que perdieron a sus familiares. No se logra diferenciar al sicario del trabajador. No se ven las fronteras. Todo se ve bien, todo transcurre normal, como en cualquier barrio que tuvo tiempos difíciles, pero que ahora se ha revindicado o eso es lo que alcanzo a percibir. En un intento por desentrañar la realidad actual de la comuna dirigí mi mirada hacia la ventana la cual se volvió un mapa en el que podía observar y vislumbrar aquello que para mí era desconocido. Fijé mi atención en el recorrido y me di cuenta que las calles eran cada vez más angostas, como si la distancia del camino y la amplitud de la acera fueran inversamente proporcionales. Logré atisbar una vía en la que los negocios se aglomeraban apoderándose casi por completo de las aceras. En este lugar las ventas ambulantes se encontraban en cada esquina. Había negocios de toda clase, de todos los colores y para todos los gustos, era como una pequeña plaza dentro de un barrio.

Cada vez el bus se acercaba más a mi destino. Puse mi atención en los niños que jugaban en la vía pateando un balón de lado a lado a la vez que ignoraban los buses que transitaban a su alrededor. Me recordó mi infancia en el barrio Villa Hermosa. Viajé en el tiempo por unos segundos, hasta que un olor me trajo de nuevo, era el olor a marihuana; fuerte, capcioso y etéreo, estaba en todas partes. Intenté averiguar de dónde provenía, pero mi búsqueda fue infructuosa.

Después de casi media hora en bus arribé a la zona. Al bajarme me recibió una bocanada de aire frío que me hizo sentir lejos, distante y poco acogida. Es difícil de explicar, pero era como si estuviera perdida aun sabiendo dónde estaba. El Doce de Octubre tenía una atmósfera hostil, fuerte y desafiante. Me quedé estática mientras una ráfaga de viento me rodeaba. La angustia me enajenó. Me imaginé por un momento la cantidad de personas mutiladas por los disparos, sujetos inocentes o quizá culpables, niños y ancianos, personas con aspiraciones, sueños y familias que sucumbieron a unos centímetros, quizá menos, de donde me encontraba parada. Alguien me despertó del trance, era una mujer con olor a nostalgia, con sudor de miedo, con arrugas que demostraban su morada oscura en la vida, con unos ojos que reflejan lo que callan sus labios, con unos ojos que piden a gritos que alguien los escuche. Su nombre es Cecilia y lleva más de 60 años en el barrio.

 

Cecilia, una historia de resiliencia

Ahí me encontraba yo, hablando con una desconocida que poco a poco se fue ganando mi confianza y simultáneamente yo me ganaba la suya. Doña Cecilia vivió la guerra de bandas en toda su expresión. Ella sabe qué son las circunstancias difíciles. Ella sabe qué es el perdón. Ella ha afrontado la adversidad. Ella tiene fuerza para sobrellevar la vida. Cecilia crio a sus hijos y a sus nietos en el barrio Doce de Octubre, lugar que fue epicentro de masacres, testigo de mucho dolor. 

“Durante todo el tiempo que hubo violencia, mantenía a los niños encerrados; siempre fueron niños felices que, desconocían la violencia. Yo los hacía encerrar o entrarse ligerito”, dice Cecilia, mientras traza una sonrisa por resucitar aquellos recuerdos que hoy no se repiten, puesto que el 2008, el año de la muerte, la tristeza y el dolor, se llevó a más de un miembro de su familia.

“El 2008 fue el año que más me marcó, ya que me mataron a mi hijo Javier y al nieto Andrés que era un niño sano. Andrés solo tenía 18 años y lo mataron por equivocación, porque estaba montado en una moto que no era. Cuando a mí me dijeron que lo habían matado, salí corriendo. No sé ni cómo resulté donde la hija mía. Cuando llegué donde ella, le dije: Mery, ¡mataron a Andresito, mataron a Andresito!. Hasta ahí sé yo, no sé más. ¿Quién me trajo? ¿Cómo subí? No sé. Hasta descalza me fui. Corrí en medio de vidrios de botella. A mí no me importaba nada, solo ir a ver a Andrés”.

Al expresarme esto, puedo comprender cada una de las líneas que cubren sus ojos, líneas que fueron testigos del horror, líneas que brotaron cada vez que un familiar se iba, líneas que permiten ver con claridad las lágrimas que han germinado de su rostro.

Le quise preguntar a Cecilia por las fronteras, por cómo era salir a la calle en esos tiempos y ella me relató que las fronteras eran balaceras a cada rato, que mataban personas como si fuera algo normal. Me contó que una vez por la calle 75 mataron dos jóvenes que no tenían nada qué ver con bandas; dos jovencitos muy sanos, uno de ellos trabajaba y el otro era discapacitado; que llegaron los de las bandas a dar disparos y ahí quedaron los dos estirados. Las fronteras también afectaron al otro hijo de Cecilia, Alex. Una bala perdida le dio en un ojo cuando solo tenía cinco años, ahora tiene treinta y cinco, y desde ese suceso casi no ve.

Escuchar todo esto generó en mí cierto pánico, ya no quería seguir andando, me quería ir a casa, pero comprendí que ese no era el 2008, que ahora estaba yo en el mismo lugar, pero con un panorama distinto.

“Ahora el barrio está bien, no se preocupe, ya no se ve nada. La gente está siempre en sus cosas, de vez en cuando se hacen reuniones para poner música. Ahora vivo yo más tranquila; no tengo que pensar en que tengo que correr, que tengo que encerrar a los nietos. Ahora yo ya dejo que salgan. No es como antes que uno tenía que decir ¡Entren! ¡Suban! ¡Cierren la puerta! Ya ahora al menos me puedo acostar tranquila, no se preocupe usted, que ahora ya puede andar por las aceras”, cuenta doña Cecilia intentando tranquilizarme.

La 68 es comercio, movimiento y vida en el barrio Castilla.

La 68 es comercio, movimiento y vida en el barrio Castilla.

 

Una mirada a Castilla

Después de hablar un largo rato con Cecilia, decido ir a rondar las calles de Castilla. Sentía una fuerte necesidad de saber a qué olía ese lugar, qué escondían sus calles y sus esquinas. Empecé mi recorrido por la calle 68. Pude observar que el ambiente es menos denso con respecto al Doce de Octubre. En Castilla, la gente sale a pasear sus perros y sus motos. En cada esquina hay un bar. Hay varias iglesias y bastantes creyentes. El ambiente es más fresco que en la comuna 6, hace un frío distinto; no agobia, no llega al tedio, al contrario, es revitalizador, da ganas de abrazarlo y no dejarlo ir.

No pude ignorar la iglesia de San Judas, quedé estupefacta. Tenía una arquitectura similar a la Catedral de Módena. Estaba rodeada de faroles que formaban un espacio similar al del hogar. San Judas tenía la palabra “respeto” completamente iluminada por sus alrededores; estaba rodeada de flores que contrastaban a la perfección con la luna que poco a poco se iba haciendo partícipe de la noche. Pareciese una pequeña utopía la palabra que se exhibía, pues en este barrio prevalecen las vacunas, los robos descontrolados, las balas perdidas y los niños que se entregan a los combos. El respeto puede ser un llamado, pero quizá es más bien una súplica de la iglesia a su comunidad.

Alrededor de la iglesia había ventas de empanadas, perritos de dos mil, chuzo de pollo y hasta de arepas de queso. El aroma que emanan los locales produce de inmediato un gruñido en el estómago, así que decidí comer algo para saciar el hambre. Me hice amiga del ventero y este me comentó la situación actual de esta comuna que para mí se veía distinta.

Me dice que actualmente los combos permean el barrio, que es algo evidente. Pero que también es evidente que hay un dinero fácil que está tocando a jóvenes que no tienen recursos económicos. Me comenta que el Estado los había abandonado, porque no les ha brindado oportunidades, porque no ha tomado una posición clara frente a las bandas que hoy son conformadas por adolescentes que no tenían qué comer, por hombres y mujeres sin familia, por personas que no han tenido un guía en la vida y sus únicos caudillos fueron los grupos criminales que los apoyaron en los momentos más difíciles. Me contó el caso de un joven llamado Steven Piedrahíta, que a sus 28 años de edad ya sabía qué era vivir la guerra siendo un actor activo de ella. Steven vio la violencia desde pequeño; esta era tan tangible para él como para muchos otros niños. A Piedrahíta le tocó pararse en la violencia, le tocó coger armas, le tocó sufrirla. A él las bandas le brindaron la mano, le colaboraron en el barrio y estuvieron en el momento más complejo de su vida, que fue cuando le mataron al hermano y a los tíos, a su familia. Eso fue en la esquina de su casa. El vio cómo los mataban. Era apenas un niño y no podía hacer nada. Eso incrementó en él la sed de venganza y rabia. Se vengó y por esa venganza pagó cárcel.

 

Secuelas de la guerra

“Si la guerra no hubiera llegado al barrio, seguramente muchos de los jóvenes que hoy están en las cárceles serían otras personas y muchos de los que están bajo tierra estarían vivos”, expresaba constantemente el vendedor manifestando su inconformidad hacia muchas de las acciones que se repiten en la actualidad.

Tras una larga charla con el ventero me dispuse a observar a los niños que estaban a mí alrededor. No puedo negar que emerge en mí un sentimiento melancólico que deja en segundo plano la euforia que englobaba los aposentos de Castilla. Me siento abatida. La niñez del barrio está expuesta a ser capturada por la invitación oscura del contexto en el que se vive. Es devastador y complejo saber que un niño o una niña desde que sale de su casa vive el microtráfico latente en el barrio, sucesos violentos y actividades en las que se oprime a las personas.

Castilla me embelesó, me hizo volar en sus aires fríos, pero luego me mostró quién era. Se fue quitando su disfraz. A medida que trascurría la noche se le cayeron las pestañas, se le regó el delineador, se quitó las vestiduras y quedó expuesta. Ahora me daba miedo, me daba temor. ¿Cómo podía cambiar en tan poco tiempo? ¿Será que esta comuna tenía pena? ¿Querría permanecer oculta? Quizá ahora era distinta, pero era real, era plausible, era creíble, ahora la podía observar en su cara más honesta. Puede ser que me dé desconfianza casi en la misma proporción que lo hace el Doce de Octubre, porque ambos intimidan, porque ambas tienen en sus calles grietas con historias que asustan, que te quitan el sueño, pero que te dan solidez, pujanza y arranque.

En Castilla la seguridad muchas veces no la brinda el Estado. En Castilla siempre hay un ojo que te mira, pero no encuentras. En Castilla los mismos autores del conflicto dialogaron y determinaron unos pactos para la exterminación de algunas fronteras. En Castilla el papel de la policía es solo atrapar bandidos, es solo estar persiguiendo, más no generar pedagogía social. En la comuna 5 los niños hablan, los niños gritan, los niños piden seguridad.

“Por aquí roban, por aquí matan. Hay gente mala por ahí. Yo sí he visto que en las calles hay gente mala que roba motos, tiendas y celulares”, expresa Camilo Chavarriaga Franco de 11 años.

“Cuando salgo a jugar tengo que ponerle mucha atención a los carros y motos, porque las calles son pequeñas y a mucha gente la han atropellado. A mí me da temor quedarme hasta ciertas horas en las calles porque roban mucho a las personas y me siento inseguro porque es peligroso”, dice Santiago Otálvaro Franco, primo de Camilo.

Aquí hasta el más pequeño habla, es algo que rescato de Castilla. Mientras aquí se reclama, en el Doce de Octubre las personas ven las cosas y se quedan calladas, no les gusta “sapear”.  “El barrio se puede ver muy calmado, será porque se cogió la ley del silencio, nadie habla”, manifestó Carolina Echeverry.

Así no parezca, el Doce de Octubre y Castilla parecen cortados con la misma tijera, parecen medias naranjas que tomaron caminos distintos, pero que hoy se encuentran. Puede ser que difieran en algunos aspectos, pero la actualidad que los abarca es la misma. Las dificultades que atraviesan las familias son similares. La escasez de recursos es una pequeña parte del horizonte. Las niñas que se hacen en las esquinas para conseguir miradas de los “jefes” de los combos están presentes en ambas. Muchos de los jóvenes tienen una perspectiva en la que prevalece la cultura del dinero fácil que salta de mano en mano como la misma droga.

¿Cómo serán los niños que crecen en estos barrios en unos años? En estas comunas se carga un recuerdo que si no se ampara, se podría repetir, un recuerdo que consume no solo a los ancianos que lo vivieron, sino a la juventud que lo desconoce.

Tengo claro que estas zonas son de tierra fuerte. Pude atisbar mujeres que ayudaban a estacionar autos, ancianos llevando bolsas más pesadas que ellos, adolescentes que salían de estudiar con libros en sus manos, grupos de mujeres reunidas en los restaurantes riendo quizá de algún chiste en conjunto, señoras vestidas de gala para ir a la iglesia enganchadas a sus nietos que llevan cara apática. Se puede notar en muchos las ganas de salir de allí, pero están anclados a su casa propia que ha sido patrimonio familiar por décadas. Se nota cómo trabajan para, a lo mejor, un día irse a vivir a otro barrio, a otro sector, más tranquilo, más ameno, en busca de otra calidad de vida; sin embargo, mientras no tengan los recursos seguirán sobrellevando sus vidas, porque Castilla y el Doce de Octubre son la espera, la espera de ser feliz en otra parte, la espera de luchar por la niñez, la espera de exterminar las drogas, la espera para perdonar, la espera para decirle no a la venganza, la espera para no elegir el camino fácil, la espera para reconstruir.

 

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