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Aproximadamente el 30 % de funcionarios de la Rama Judicial, entre empleados administrativos, investigadores, fiscales y jueces, después de 72 días de paro, comienzan hoy el período de vacancia judicial, que se extenderá hasta el 13 de enero, y a cuyo término es posible que reanuden el cese de actividades iniciado el pasado 9 de octubre. El largo paro, ahora atacado en medios de comunicación que durante estos dos meses han dejado de informar sobre sus causas y efectos, es ejemplo impactante de la indiferencia institucional y general frente a la justicia, pilar de la democracia y servicio público esencial.
Ante ciertos paros, o amenazas de ellos, surgen acciones en procura de salidas convenientes. Ha sucedido en empresas o en servicios directos a la población, como la salud, e incluso empieza a ocurrir en el sistema educativo. Contrastan estas acciones con lo que viene pasando en el paro judicial, en el que los medios de opinión, las instituciones y las autoridades, en particular los ministros de Trabajo -que fue sindicalista-, Hacienda y Justicia, apenas si han hecho esporádicos llamados a reanudación de actividades, sin que ello signifique proponer soluciones a las exigencias sindicales. Sin embargo, esta, que es la usual práctica de vencer a los sindicatos por agotamiento no ha rendido efectos en el fin de la protesta, aunque sí ha aumentado la ya enorme desconfianza ciudadana en las instituciones judiciales.
A consecuencia de esporádicas expresiones sobre la movilización, y también de escasas posibilidades y capacidades de los sindicatos para divulgar su pliego de peticiones, la discusión sobre el paro se ha reducido a las solicitudes salariales; con ello se ha propiciado ocultar los mayores problemas de la rama, entre ellos, la congestión de los despachos, consecuencia de la acumulación de procesos y del creciente afán de los ciudadanos por judicializar sus conflictos y demandas de bienestar, así como la falta de capacidades y recursos de esos despachos para atenderlos. Tras tales realidades se describen, sin que apenas se les mencione, el escaso presupuesto destinado a la Justicia (0,6 % del PIB), el desorden estructural inducido por mecanismos como la tutela y medidas como Justicia y Paz, y la falta de una reforma que permita tapar el hueco dejado por la fallida reforma de 2012, que fue preciso abortar luego de que el Congreso la llenara de micos.
Similar al tristemente célebre paseo de la muerte, “paseo judicial” es el nombre justo para situaciones que configuran el conjunto de hechos constitutivos del amplio panorama de formas de denegación de justicia y violación de derechos, producto del debilitamiento del sistema judicial. En el país se reproducen procesos en que ciudadanos declarados sub-júdice por algún fiscal (que además dicta apresuradas medidas de aseguramiento como si fuera la norma y no la excepción dado el principio de presunción de inocencia), asisten al vencimiento de los términos sin que ellos sean garantía de justicia pronta, situación que perpetúa la injusticia. A estos se suman, como otra forma de paseo judicial, la frustración de las autoridades responsables de seguridad, frente a las detenciones realizadas atendiendo el mandato legal, sin que ellas se traduzcan en apertura de procesos y judicializaciones que combatan la inseguridad. Y ni se diga de las denuncias o las situaciones en que ciudadanos aspiran a que sus conflictos sean resueltos en el sistema judicial, lo que constituye perpetuación de iniquidad. No por poco comprendida y discutida, la denegación de justicia deja de ser una falla gravísima del Estado en el cumplimiento de sus fines esenciales.
Hoy, con apresurado optimismo, voceros gubernamentales y medios de comunicación mencionan el posconflicto como situación ideal en la que los problemas serán conjurados con la magia del acuerdo de cese del conflicto armado con las Farc, aunque este se prevé aún lejano. El posconflicto, su justicia transicional y sus anheladas soluciones serán tales cuando Colombia se dote con un sistema judicial capaz de investigar y sancionar a los culpables, y de ordenar y vigilar el resarcimiento a las víctimas dejadas por las Farc y el Estado en acciones contra ese grupo. Sin justicia fuerte, resultado de un gran acuerdo social e institucional, materializado en la reforma aún pendiente y en cambios que conjuren la politización excesiva de la Fiscalía General de la Nación, no habrá posibilidad para que el país supere el conflicto, garantizando la igualdad de los ciudadanos ante la Ley, y abriendo paso a la vigencia de los derechos humanos y la realización del Estado de Derecho.