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En la elección de hoy, al menos en lo que a mí respecta, lo que cuenta no es el candidato sino la política que encarne. Parto de la base de que todos los que están en liza son buenos: todos tienen los mínimos requeridos en cuanto a probidad y aptitud. Ninguno podría ser tachado de ímprobo, tortuoso o sospechoso siquiera en el manejo de bienes y recursos públicos, cuando le correspondió administrarlos. Todos han pasado por el gobierno, en cualquiera de sus niveles, sin haber sido cuestionados. En cuanto a entrenamiento, experiencia o versación se refiere, tampoco cabría descalificar a nadie. Si al compararlos, hipotéticamente, con sus homólogos, ganadores o perdedores, de países vecinos o cercanos, resultaren algunos igualando a los nuestros, sería porque allá, en su entorno, son unas raras lumbreras.
El escogido hace poco en Venezuela, por ejemplo, de grande o superior no tiene sino el empaque. Toda su estatura es orgánica: los dos metros que le conocemos. Tanto más notoria cuanto que le falta la otra, la intelectual. Al pobre hay que sentarlo para que quepa en la pantalla del televisor. Cada que habla desacredita al gremio de camioneros de donde procede y que no merece el castigo de semejante espécimen exhibido en público. Otros candidatos, incluso victoriosos, de reciente aparición en el subcontinente, sobraría citarlos. El lector fácilmente podrá representárselos al leer estas líneas. A duras penas compiten con un alcalde colombiano de municipio menor. Difícil sería aplicarle s hasta el Principio de Peters, aquel tratadista norteamericano según el cual todo hombre que ocupe un cierto rango en la sociedad, tarde o temprano alcanza su nivel de incompetencia. Y no siempre por razones de edad, agregaríamos nosotros.
Entre los mandatarios en ejercicio Maduro no es el único en sobresalir por sus carencias. Otros también brillan por la rampante impericia, como doña Cristina, que quebró a la Argentina siguiendo los pasos de su benefactor Chávez. O Evo, cuyo caso es sencillamente conmovedor: más valdría esconderlo, para que sus sandeces no sigan abochornando a su pueblo. No se piense que esta enumeración tiene sello ideológico, por compartir todos la misma filiación. El ecuatoriano Correa también pertenece al club y todo el mundo reconoce sus calidades y resultados. Ha catapultado a su país sin acudir, como los demás, al manido, irresponsable asistencialismo de Venezuela.
Llegados aquí, subrayemos algo que resultó nefasto para la estabilidad y equilibrio políticos en Colombia: la reelección. Advirtiendo, de entrada, que de ella no es culpable el doctor Santos, que hoy corre otra vez por la primera magistratura. Cuando él llegó al poder, ella ya existía, con todos sus vicios y perversiones. Y esa sola circunstancia (abstracción hecha de que quien ocupe el solio quiera perpetuarse o no) imprime su sello, mueve la voluntad del hombre y determina por ende lo que sigue. Santos tuvo que allanarse a la reelección para no pasar por inseguro y débil, defeccionando en la mitad del combate. Quien, habiendo la posibilidad de quedarse, no lo intente, implícitamente está confesándose ante su patria como alguien que no dio la medida. Tal es la arista cruel de la reelección, la que más duele y la que más presiona al mandatario de turno. Presiona y obliga, en términos sicológicos, o emocionales para ser precisos. En Estados Unidos (uno de los espejos en que solemos mirarnos) presidente que no busca la reelección está reconociendo su fracaso, o su fatiga, que allá se juzga con la misma severidad, como si se tratara de pecados iguales.
Resumo diciendo que el problema a que nos enfrentamos hoy en la escogencia no es de aptitudes, de carisma, y menos de pulcritud. Todos son limpios e idóneos para el cargo. Si optamos por alguien no estamos rebajando a nadie. Yo votaré por Santos , independientemente de si me gusta o no su talante o ejecutorias. Lo haré por la paz, solo para que no se malogren los 4 años que ha invertido en ella, lo cual, de ocurrir, sería una tragedia inenarrable para quienes nos obsedimos con ella, que no somos tan pocos como parecemos.