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Ni más faltaba: como tantos otros que por estos días, con ocasión de su partida, hablan de García Márquez, tampoco yo pertenezco al privilegiado círculo de sus amigos, que él mismo pudorosamente seleccionaba , urbi et orbi para mayor orgullo de los agraciados y, de ñapa, para que nadie tuviera la ocurrencia de asomarse allí. El estrecho círculo lo frecuentaban también los infaltables exégetas, llamados a aclarar los misterios escondidos tras la trama de sus relatos, y revelarnos las claves de su estilo, que fue tomado como un don de Dios, solo concedido a Cervantes y a él. Lo cual hasta aceptaríamos, si se ampliara el elenco con los nombres de Borges y Rulfo, dignos como ningún otro más de estar ahí.
Nunca faltaron o faltan en el citado cenáculo los imitadores fallidos del maestro, quienes, sin percatarse de la inutilidad de sus esfuerzos, o ya enterados de ella por la persistente escasez de sus lectores propios, se obstinan en seguir figurando como aportantes solventes de la buena literatura.
Pese pues a no militar en esa cofradía de celosos guardianes del tesoro o legado garciamarquiano, que no admiten la menor objeción ni glosa alguna a la obra -deslumbrante y abismal precisamente por lo monocorde y obsesiva- de Gabo (a quien oso llamar así en obsequio de la brevedad), como lector anónimo (único pero suficiente vínculo que a él me liga), debo decir que tanta loa como la que hoy se le prodiga, sobra, no por inmerecida sino por innecesaria. En su actual morada ultraterrena debe tenerlo aburrido y muy fatigado tamaña idolatría. La cual, fácil es suponerlo, al convertir al hombre en objeto de adoración cuasirreligiosa, lo vacía del contenido humano que, con todo y sus desvíos e insuficiencias , es lo que da vigor y consistencia a las almas escogidas (que suelen ser las extraviadas) y a los seres superiores, sean ellos santos, herejes, héroes o genios.
A Gabo la alabanza ritual, el panegírico sin cesar reiterado, lejos de engrandecerlo, de rescatarlo del olvido o de la decadencia (cosa impensable en un prodigio de las letras como él), le estorban , la alabanza y el panegírico, al añadirle al fulgor de su prosa una luz artificial que, sobrando como sobra, lo desdibuja, y por ende confunde , asusta y aleja al lector común e incluso al ya iniciado. La obra de un artista deriva de su propia vida, del compendio de triunfos y desdichas, de virtudes y pecados, de paz y remordimientos. Es, en suma, fruto del dolor, de la sensibilidad siempre punzada, de una conciencia interrogada. Fruto vertido en esa obra, imprimiéndole su sello. Es así como logra conectarse con el lector, quien a su vez se siente tocado o reflejado en ella. Y como edifica su grandeza, cuando de veras la tiene, sin necesidad de mucho ditirambo.
Sin que ello menoscabe su dimensión presente o futura, la verdad es que no todos sus libros son igual de excelentes o portentosos. Algunos acaso sean prescindibles. Denotan cierta minusvalía al compararlos con los primeros, que son los emblemáticos y a partir de los cuales se juzga el resto. La semilla no siempre fructifica de la misma manera y el genio creativo nunca será igual en nadie, ni está garantizado de por vida.
Y un apunte final: la congresista Cabal anda mal de noticias: el infierno a que condenó a Gabo, con motivo de su muerte, no hace mucho fue abolido por un decreto del Vaticano, que nadie ha demandado todavía ante la Corte Celestial ni ante ninguna corte colombiana, que sería peor. Por lo demás e infierno es el cielo verdadero o, cuando menos, el paraíso soñado o manantial en que abrevan muchos de los grandes autores. Pregúntenselo, si pueden, a Dante, Conrad, Baudelaire, Lautremont, César Vallejo, Barba Jacob y Ferdinand Celine.