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Dos hechos, de opuesto sabor, acaban de ocurrirse. El uno en La Habana, positivo, auspicioso, nos anuncia los mejores días que estamos esperando desde hace décadas, sin poder evitar los sucesivos desengaños de Tlaxcala y Caguán. El otro, negativo y quizás premonitorio, fue la invasión de nuestro espacio aéreo por bombarderos rusos en vuelo de Venezuela a Nicaragua, ida y regreso. Lo peor aquí fue la parca respuesta de Moscú al reclamo colombiano cuando, al desmentirlo, afirma que los cielos sobrevolados son caribeños. Como quien dice, no son colombianos, sino de todos, o sea nicaragüenses también. Que es precisamente lo que Managua quiere oir y reivindica en su nueva demanda ante La Haya, pidiendo el reconocimiento de su plataforma continental extendida, más acá de San Andrés, hasta llegar casi a Cartagena. En otras palabras, su derecho a navegar y explotar dichas aguas, encapsulando al archipiélago entero. Y, por extensión, el derecho a cruzar el cielo que las engloba.
De entrada llama la atención la simultaneidad de tales episodios. Puede ser mera casualidad, pero como nos hemos acostumbrado a que nada de cuanto sucede en ambos países cercanos y que de alguna manera nos afecta es inocente o fortuito, bien podemos pensar mal, hacer conjeturas y deducir probables intenciones torvas.
Del presidente Ortega, que va camino de alcanzar a Somoza en punto a la duración de su satrapía, podemos esperar cualquier cosa. Por algo llegó al poder a sangre y fuego y se mantiene ahí a punta de triquiñuelas. Suele pegar primero porque, como buen malandrín, así cree pegar dos veces. Atropella los plazos, se anticipa a los hechos -que en política tienen su momento y su ritmo - , arrasa con todo, incluidas las buenas maneras, la cortesía mínima que acompaña el trato entre naciones, máxime si, siendo vecinas, se presumen hermanas. Sin aguardar, verbigracia, a que Colombia se pronunciara sobre el fallo de La Haya que le obsequió 80.000 kmts.2 (seguramente mucho más de lo que esperaba sacar del pleito mansalvero y desleal que nos cazó) y no satisfecho aún, envalentonado por su éxito inicial, exigió más el inefable comandante, cuyas ínfulas napoleónicas, además de pintorescas, le van resultando peligrosas a la región.
Por si fuera poco, ahora que Colombia , despertando del golpe de Holanda que el año pasado la dejara aturdida, no ha logrado entenderlo del todo , ni asimilarlo para fijar una posición e intentar darle respuesta final a la siniestra sentencia, Ortega quiere incorporar los mismos parámetros en ella trazados , a su Constitución. Sin haber sido aceptados todavía por la contraparte. O sea volverlos irreversibles y no negociables en absoluto con Colombia, víctima del zarpazo… si se deja.
Cuando de proteger la soberanía del país se trata, de un país que ya perdió la mitad de sus dominios, no por simple descuido como creen algunos, los más indulgentes, sino por negligencia criminal (y no criminalizada, por cierto, como fue debido) nunca sobran el recelo y las precauciones, pues Colombia ha sido tan castigada que nada sería excesivo en el marco de la diplomacia. No bastan las simples notas y protestas. Hay que hacerlas oír y tramitarlas en los foros internacionales, así como exigir satisfacciones y el compromiso de respetar. De lo contrario acabaremos atrapados en una tenaza que nos apriete desde los dos costados, el occidental y el oriental, en el Caribe. Acaso con los aviones Tupolev, Ortega nos está mostrando los dientes por interpuesto rostro, el de la nueva Rusia imperial, sin zares ni comisarios pero con la tendencia a expandirse y el ímpetu de siempre, aunque a ratos se le duerma o apague por motivos geoestratégicos que no puede contrarrestar.