Uno vuelve siempre…

Autor: Lucila González de Chaves
20 enero de 2020 - 12:08 AM

La maestra Lucila González de Chaves entrega en esta crónica una historia de su vida.

Medellín

“Uno vuelve siempre

a los viejos sitios

donde amó la vida;

y, entonces, comprende

cómo están de ausentes

las cosas queridas”.

(Canta: Mercedes Sosa)

 

 

“Anoche, estando solo y ya medio dormido,

Mis sueños de otras épocas se me han aparecido”.

Midnight dreams. (Poema de José Asunción Silva)

 

En esta remembranza, me detengo en lugares y caminos que transitaron mis pasos de niña, en donde el alma fue clavando los hitos para fijar nombres, fechas, acontecimientos…

A la finca Campoalegre, en la vereda del mismo nombre, y a veinte minutos del centro urbano de Titiribí, llegué de Medellín, a mis tres años de edad, de la mano de mi madre viuda. Ella trabajaba como maestra en Medellín, en donde conoció a mi padre, un empleado del Ferrocarril de Antioquia, muerto cuatro años después, en un accidente ferroviario.

Ya sola, mi madre se refugió, con su única niña, en los brazos de mi abuelo, su padre: Braulio Lorenzo Restrepo, quien nos dio abrigo amoroso y soporte económico. Pero, mi madre volvió a Medellín a trabajar de nuevo, como maestra, para colaborarle al abuelo en la educación de la pequeña huérfana; y, ¡qué poco tiempo duró esa ayuda!, solo pasaron tres años y murió mi madre. Mis dos tíos me llevaron de Titiribí a Medellín para el entierro….

Mi casa, la del abuelo, era cómoda y atrayente: llena de flores, pájaros, árboles frutales, vacas, caballos, perros, muchas mariposas…, muchos cafetales y “mangas” y “yerbales”, y unas noches llenas de estrellas…, además, una luna, que “caminaba” con mis primos y yo, cuando después del rezo del Rosario y de tomar la “merienda”, echábamos a correr hacia la pesebrera, tratando de ganarle la carrera a la luna.

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La entrada a “mi casa” estaba sembrada a ambos lados de hortensias, siempre profusamente florecidas y siempre azules, el color de mis sueños de niña….

Un ramalazo de luz, de grandeza me alcanzó el alma cuando, debajo de un árbol frondoso, llamado por los campesinos “carbonero”, levanté los ojos y vi el inmenso azul del cielo a través de los encajes verdes de sus ramas. ¿Cuánto duró mi exaltada contemplación? No lo sé: una niña campesina de ocho años no tiene reloj. Pero sí sé que en ese instante se despertó en mí, el anhelo por todo lo que fuera inmenso, quizás, inalcanzable…

Veo al abuelo allá, en la espaciosa pesebrera, acompañado del trabajador “Liano” (Aureliano) - el que nos contaba los cuentos de miedo en las noches - a quien mi abuelo le pagaba su jornal (así se decía entonces), solo para conversar de caballos, de café, de plataneras, de negocios…; nunca lo vi trabajando como a los otros “peones”.

Me veo acercándome al abuelo, el hombre de cabeza calva, de bigote poblado, de recia figura y de ademanes viriles, para escuchar sus historias o para leerle Las mil y una noches o El mártir del Gólgota, libros que me crearon el afán y el gusto por leer; libros que él, celosamente, guardaba con otros más en un hermoso baúl con llave (era su “biblioteca”); había unos que nunca me dejó ni siquiera hojear, entre ellos, el de pasta gruesa y negra con un título que yo no entendía, pero que me hipnotizaba: Esta vida no es la vida o el gran error del siglo.

Desde el corredor de la casa, amplio y largo, lleno de macetas florecidas, en donde realizo mis tareas de primero de primaria, impuestas por las Hermanas del Colegio de la Presentación, y, además, repaso el Catecismo de Astete, contemplo a mis tres tías (Julia, Maruja y Laura) cuidar las eras de flores: azucenas, novios, azaleas, geranios y, especialmente, rosas de todos los colores…

……………………………………………………………………..

¡Ha terminado la etapa de mi infancia y primera juventud! ¡Los largos y bellos años de la Primaria y la Complementaria, pasados en el inolvidable Colegio de la Presentación de Titiribí!

Tengo trece años de edad por cumplir, y ha llegado el gran proyecto de ser “Normalista Superior” en el mejor colegio de Medellín: el Instituto Central Femenino (hoy CEFA). Un colegio impulsado por los liberales y fundado por el eminente hombre de estado, doctor Joaquín Vallejo Arbeláez, en 1935. Un colegio de ideas abiertas y liberales como lo quería mi abuelo; aunque los rumores de que había nacido como un colegio ateo, que derribaba estatuas de santos para ampliar patios de recreo, lo ponían medroso. Al señor cura párroco y al alcalde, cuando le decían: “¿usted va a matricular a esa muchachita en un colegio liberal y ateo?”, les respondía muy convencido: “Uno es lo que es, siempre, en cualquier parte y de cualquier manera”.

No sé aún si lo asistía la verdad para expresarme así, pero esa frase y muchas más, fueron mi bandera de combate para abrirme paso en la vida: ser maestra, primero; ir a la universidad por mi “especialización en letras”; volver a ser maestra – después de doce años de matrimonio dedicados totalmente a la crianza de mis cuatro hijos - y, al mismo tiempo: escribir para periódicos y revistas; publicar diecinueve libros; ser conferencista; y haber tenido un esposo estudiado y estudioso, que impulsó la cultura artística, musical y operística, en Medellín entre 1951 y 1965; disfrutar de ocho nietos, y después… llegar a este presente, en el que estoy culminando mi existencia.

Maestra Lucila González de Chaves

Lucila González de Chaves

………………………………………………………………

¡Abuelo!, hago memoria de ti, porque en mi recuerdo eres inmenso: me enseñaste a ser persona, y con ello, a ser esposa, madre, maestra y abuela. Tu hombría de bien, tu amor por lo noble, lo honrado, lo decente, tu entrega al trabajo, a la oración, al silencio, y tu esfuerzo por custodiar y sostener a tus hijos, y educar y enrutar por el camino de la luz, a la mayoría de tus nietos huérfanos, entre ellos yo, son las valiosas joyas de tu generosa historia, quizás, sin muchos precedentes en las familias de tu generación.

Abuelo: ¿fue fácil para ti, un caficultor, a quien la guerra civil del año 1876 le interrumpió sus estudios, recoger huérfanos y viudas, reunirlos bajo un mismo techo y comandar ese núcleo tan heterogéneo para que marchara con marcadas características de familia?

………………………………………………………………

M. Restrepo, ¿será exagerado decir que fuiste paradigma de tía y maestra? En tu tiempo (1914 – 1961), todos en nuestro pequeño pueblo, coincidían en afirmar que eras motor de obras comunitarias, entre ellas: fundadora de la escuela nocturna, gratuita, para campesinos y trabajadores. Tu día de trabajo con los niños de la Escuela Urbana de Titiribí, terminaba a las cuatro de la tarde; a las siete de la noche empezaba tu gran labor desinteresada con los mayores….

Pero, déjame, tía, en esta añoranza, traerte al hogar del abuelo para mirarte y admirarte en otro campo: tuviste la valentía y la sabiduría de ayudarles a mis abuelos en el entrenamiento y crecimiento personal de aquel ejército-hogar: numerosos hijos, hijas viudas, nietos huérfanos… Yo, tu única sobrina, era una niña tímida y callada, metida en honduras de soledad y desamparo que le opacaron la alegría del alma… ¡Tú te abriste camino hasta su sentir, le diste la mano y el calor de madre! Y, con mayor intensidad, en su adolescencia.

He ido por la vida de la mano y del recuerdo del abuelo y de ti; he ido siguiendo tus huellas, pues siento que fui entrenada por ti para ser maestra, aconsejada por ti para ser buena esposa y madre y abuela, sostenida por tu valentía y la de él, para saber vivir con entereza, con compromiso, con fe en Dios y con la esperanza siempre enhiesta.

He recorrido tus pasos con amor y agradecimiento y, como tú y como mi abuelo, me comprometí a amar sin condiciones y a servir sin restricciones. Esa alumbrante presencia tuya, esas palabras vigorosas de aliento, ese silencioso trabajar por los otros, los más necesitados, deben haber sido premiados por el Buen Dios, luego de tu muy corta pero fulgurante carrera de servicio.

………………………………………………………………….

¡Abuela!, Yo tenía cinco años cuando, en tres días, una grave enfermedad se llevó a la tumba a tu hijo mayor. ¡Silenciosa y doliente afrontaste tu pena! Abuela: en esa noche eterna de domingo, frente al cadáver, mis cinco años fueron abrasados por el terror a la muerte; pero, junto a ti, aprendí la fortaleza del alma, la reciedumbre de carácter…

Un año después, yo, tu nieta de seis años, regresaba con los tíos a tu casa, a Titiribí, después del entierro de mi madre en Medellín.

Abuela, ¡aún te añoro!...

Tengo junto a mí un Crucifijo de unos veinte centímetros de altura; creo que tiene casi doscientos años: dos tablillas labradas, y el Señor en agonía, con su cabeza inclinada, clavado a esa austera, sencilla y campesina cruz. En mi infancia, todos los días al irme al colegio, tú me bendecías con este Cristo; en mi adolescencia al despedirme - muchísimas veces durante seis años - de ti, de mi abuelo y de mis tías, para venirme a Medellín a hacer mis estudios secundarios, tú, tristemente, me bendecías y me “encomendabas” a este Cristo….

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Después de tu muerte, Él ha presidido mis quehaceres como maestra, esposa, madre, abuela. Este Cristo agonizante, pobre, discreto y desgastado por el roce y por los años, bendijo a mis hijos y aún bendice a mis nietos….

¡Abuela!, este, tu Cristo, bendecirá, también, a mi bisnieto de un año de edad, que ya llega de Australia, con su madre - mi nieta - a conocer a su familia de Medellín; el padre, australiano, se quedará custodiando su empresa y el hogar.

 

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Comentarios:

Jairo Alberto
Jairo Alberto
2020-01-20 09:15:28
Que bonitas líneas de recuerdos,bde una infancia llena de riquezas familiares
Edgar
Edgar
2020-01-20 08:11:49
Doña Lucila! Qué bello homenaje rinde usted a quienes impulsaron sus maravillosos quehaceres, de los cuales nos lucramos para nuestra dicha y el gozo.

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