Un día corriente

Autor: Gloria Inés Upegui Valencia
26 julio de 2019 - 11:34 PM

Respeto, compasión, tolerancia, no son opciones cuando el ideario está en triunfar en lo individual.

Medellín

Gloria Inés Upegui Valencia

 

Kelly (K) apura el paso porque va retrasada, no puede fallar a la cita que tanto persiguió en la EPS para programar la cirugía que peleó largamente en tutelas. A su lado, hordas de transeúntes pasan, con más prisa aún. La fila para abordar el metroplús serpentea por el andén hasta perderse doblando la esquina; K observa a un indigente envuelto en mil trapos sucios, que rompe el orden mendigando (en silencio) con una mano estirada y la mirada suplicante de cuencas rojas. Todos lo ignoran y se aprietan entre sí para cerrar el paso a la “inmundicia” (como le dice el viejo de gafas culoebotella y bastón que encabeza la fila). Mientras, pasa una volqueta con su chimenea de diésel que los envuelve a todos en la apestosa nube gris que emite.

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Llega el esperado bus atestado (solo hubo cupo para cuatro personas) y parte de nuevo con su ruido de motor a gas. K rompe filas en busca de otra opción de transporte, unos pasos más adelante un hombre ofrece “a la Oriental por dos mil”; ella se da cuenta de que hay tres autos parqueados casi sobre el andén, el tipejo le indica el que tiene las puertas semiabiertas con dos mujeres sentadas en el asiento trasero; se sube en el delantero a la vez que un gordo ocupa el puesto libre de atrás. Antes de iniciar la marcha, el conductor entrega a un hombre que está sobre el andén un fajo de billetes y le recomienda “parce, entregáselo a mi guarda que está ahí en el casino”.

Dos minutos después cuando el auto rueda sobre el puente de La 33, timbra el celular del conductor: “sí mi guarda, claro, ajá, jmm, usté sabe… ¿conoce a Crimen?... al que le falta el dedo chiquito… sí,  con él le dejé los cien”. K se baja en el parque San Antonio, camina hasta Junín donde los andenes apestan a berrinche, acá la gente va más apresurada, alguien la estruja, le espeta una vulgaridad y sigue. ¿Cuántos habrán tomado ansiolíticos o fumado un bareto? Percibe solo semblantes angustiados ¿quiénes han perdido hoy su empleo? o ¿rompieron con su pareja?

Cuando sale de su cita es casi mediodía. La espera una segunda instancia, la cosa no pinta fácil, todos los demás eran hombres: abogados, inspectores, el médico, el portero. Las multitudes se apiñan frente a las ventas de ventanilla donde consumen “empanada y gaseosa a dos mil” por todo almuerzo. El trayecto por Junín, Boyacá y Palacé está amenizado por altoparlantes invitando a entrar en los “agáchese, todo a mil”; desde una carretilla de frutas vociferan “mango, aguacate, docena de mandarina a dos mil”. A lo que se superpone el concierto de frenos de aire de los buses, los cláxones de taxis y particulares, las motos sin silenciador que zigzaguean entre carriles, una ambulancia con su sirena rumbo al sur, un camión de bomberos con otra sirena hacia el occidente.

En la esquina de la Oriental con Bomboná, en pleno semáforo un hombre-estatua embadurnado en betún negro, aguarda impasible a que caigan monedas en una caja de cartón a su lado; diagonal frente a un local abandonado, dos niños indigentes aspiran sacol. Se oye gritar a una mujer, que lleva una pequeña en brazos “ladrón, ladrón, cójanlooo”; el ladrón se escabulle entre la multitud, la mujer llora y se lamenta de que le robaron su bolso con los dos mil pesos para el pasaje. Nadie se movilizó para ayudarle, ni apareció siquiera un agente. K solo ve caras de sufrimiento, casi de odio; y los leguleyos le pidieron más papeles.

K toma un Poblado 135, sube con dificultad la escalinata que está ocupada por un rapero que mezcla palabras en italiano y francés, entre sus frases “la comuna de donde vengo, señor, señora/míreme a la cara a toda hora”. K se baja veinte minutos después y desciende hacia Patio Bonito; ya en esta zona, hacia el sur de la ciudad, observa una manada de muchachos con contenedores naranja a la espalda rappi-hombres, sentados en andenes y separadores a la espera de que les hagan la seña para salir disparados a llevar un domicilio; en voz baja se quejan de las malas condiciones de contratación y se inventan qué van a hacer para recuperar las pérdidas que les causa parar unos instantes a comer. Ella no se aguantaría esa modalidad de trabajo, ni por el diablo.

K por fin llega a casa, o mejor, al apartamento donde vive con otras tres chicas: regentado por la Capitana, propietaria del inmueble, quien subdividió la alcoba principal en dos cubículos (luego de que su marido la dejó) allí acomodó sendos camastros donde duermen una mexicana y una barranquillera, estudiantes del Poli; alquiló otra alcoba a una enfermera, en la tercera duerme la Capitana y a K le adaptó el balcón como dormitorio (fue la última en llegar). La Capitana mantiene la nevera con llave (para que no le roben la comida) y el teléfono fijo dentro de un cajón también con llave. Hay un horario para entrar en la noche y tienen prohibido llevar visitantes. K ansía terminar su carrera de psicología y ganarse una beca para irse “de esta porquería de país” porque no puede regresar a donde su familia en el Líbano, Tolima, pues no aceptan que se haya cambiado el nombre a Kelly que se asimila más a su condición sexual.

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¿Cuántas veces hemos sentido, como K, que no encajamos en el mundo? Cuando creemos que hay que volver a repartir las cartas, porque no encontramos el camino ni una mano que nos lleve y nos acompañe. Acorralados entre el odio y la desconfianza, apabullados por la ineptitud de quienes toman decisiones por nosotros, nos hemos aferrado a un espejismo como el sacolero a su botella. Respeto, compasión, tolerancia, no son opciones cuando el ideario está en triunfar en lo individual. Pero la vida nos da cada tanto la oportunidad de salir de las pequeñas miserias personales, el reto es entender el momento.

 

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