Sobre el Heinrich Heine que se reía

Autor: Memo Ánjel
7 julio de 2019 - 09:07 PM

La picardía también existe bajo la belleza

Medellín

Cada país tiene su especialidad en pasteles y su especialidad en mujeres.

Heinrich Heine. Memorias del señor de Schnabelewopski.

 

La burla

Desde los griegos (y seguro que desde antes), la literatura se ha burlado de las costumbres impuestas, los deseos vanos, las apariencias sociales, las desmesuras para mantener la fama, los delirios políticos y todo aquello que nos desborda. Y esto se debe a que, a pesar de ser racionales y todo lo que esto implica (sostenernos en la realidad), somos también caricaturescos, deformadores de lo real y, si se quiere habitantes alegres de esta deformación. Con la comedia, los griegos y los latinos (creadores del grafiti), mostraban la parte delirante de la conducta y los desvaríos del carácter. En la Edad Media, los goliardos (exmonjes más dados a la bebida que a la predicación), crearon las fiestas de locos, la comedia del arte (base de nuestras telenovelas) y llegaron a más con sus Carmina Burana, que seguro fueron la inspiración para que en el Renacimiento Giovanni Boccaccio escribiera El Decamerón, esa colección de cien cuentos (nacidos de la peste de Florencia) donde pone el mundo patas arriba burlándose de santidades, fornicios, anacoretas y demás gente dada a lo prohibido.

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A este burlesque, que después será un teatro parisino, lo siguieron el Heptamerón (los entresijos de la corte de Francia) de Margarita de Valois, los cuentos de abate Geoffrey Chaucer y la obra burlesca por excelencia, Gargantúa y Pantagruel, escrita por el médico François Rabelais, en la que las desmesuras van de página en página. Estas obras (en las que se incluyen las anónimas Erotikon y Pornotikon, a más de la poesía obscena de Pietro Aretino) son un caldo que hierve y se riega sin detenerse, así aparezcan el racionalismo de René Descartes, la física de Newton, la Inquisición y el gran arte renacentista. Pareciera que la conducta humana, a pesar de los avances de la cultura y el conocimiento, contuviera un remanente de desorden imposible de ordenar (a Freud le interesó mucho esto, igual que a Nietzsche con su apolíneo y dionisiaco). Y en este desorden aparecen las novelas picarescas, las comedias shakesperianas (también las tragedias), el Quijote de la Mancha y la misma magia-ciencia de Enrique Cornelio Agrippa, que contiene su propio sistema matemático en una obra que tituló La filosofía oculta, producto quizá de alquimistas delirantes como Raimundo Lullio, el catalán que buscó el martirio entre los herejes bereberes sin poderlo lograr. En el mundo marroquí, un loco más era solo un entusiasmado.

Occidente (imagino que Oriente también), acredita una cultura de la burla: la sátira, el chiste, el sarcasmo, la caricatura (es famoso el cuaderno de caricaturas de Leonardo Da Vinci), la desproporción en los actos y los deseos confusos que no paran de deformar la realidad, sea por ignorancia o por exceso de datos sin hilo conductor. Y en esta cultura de lo risible (Aristóteles escribió el libro de la risa y lo desaparecieron, eso dice Umberto Eco), el mundo se ve por el otro lado. Anoto: la risa se tuvo como pecado y por eso ninguna imagen religiosa se ríe.

Los serios también se burlan

Aparecida la razón como componente principal de lo que sería un hombre humano, al menos esa fue la idea que los europeos se asignaron a sí mismos a fin de justificar sus acciones en tierras de salvajes, lo racional tuvo como centro Francia, Inglaterra y Alemania. Y todavía esta es la idea que tenemos: que franceses, ingleses y alemanes son los más inteligentes y los creadores de la modernidad con base en sus filosofías, sus novelas, sus máquinas, sus economías y estados financieros, su arte y arquitectura. En estos países están las metrópolis (las madres de las ciudades), los pensamientos acertados, la civilización y lo que se desea para tener un buen nombre. Y esta concepción no está mal: es mucho lo que hay que aprenderles, así sea y en esa misma tradición europea también esté lo terrible: absolutismos reales, invasiones en nombre de D’s, campos de exterminio, totalitarismos delirantes y costumbres que, escondidas en la teoría de la historia (hay que leer entre líneas), son igual de locas y desmedidas que las de cualquier otro punto de la tierra.  Y no solo por lo absurdas sino por lo risibles, lo que incluye filósofos capaces de crear escuela a partir de sus defectos, como el caso de Kierkegaard y Heidegger, este último con su teoría del ser siendo nazi. O de Cioran, que predicó el suicidio como única alternativa, pero prefirió morir en la cama como cualquier cristiano ortodoxo rumano.

Pero donde la razón abunda, la sinrazón se cría; cosa que la misma razón enseña: para que algo exista debe tener su opuesto (al blanco, negro; al calor, frío; al gordo, flaco etc.). Y en este punto, lo que se ofrece como rectitud, virtud, verdad e inteligencia, se oponen lo torcido, la depravación, la mentira y la ignorancia (tan apetecida esta porque evita el tener que entender). Y en ese opuesto a la racionalidad de los países civilizados, aparece también la burla. Y no desde afuera sino desde adentro. Basta con leer El cándido de Voltaire, Las cartas persas de Montesquieu, La expedición de Humphry Clinker de Tobías Smollett, El aventurero Simplicissimus de Grimmelshausen y Memorias del señor de Schnabelewopski, de Heine, entre otras y sin llegar al siglo XX, en el que las burlas que se veían y oían en las obras de teatro de Elías Canetti llevaron a que el público gritara enardecido que encarcelaran al autor.

Voltaire se burla de que el mundo racional sea el mejor de los mundos posibles (como proponía Leibniz, el gran matemático); Montesquieu (filósofo de las leyes) se inventa a un persa que envía cartas donde describe las costumbres licenciosas y mezquinas de los parisinos; Tobías Smollett usa también cartas que hablan de lo que son capaces de hacer los ingleses en el reinado de Jorge III, un rey loco; Grimmelshausen cuenta sobre la picaresca de la guerra de los Treinta Años, donde D’s está a lado y lado de los que pelean, hacen fortuna con lo ilegal y caminan de rodillas burlando penitencias; y Heine, el gran poeta alemán (otros dicen que Goethe tenía más cuerpo y estatura), rememora sobre las vidas raras y abundantes que se dan en los puertos hanseáticos, los cercanos a Bélgica, incluyendo Amberes. Y así, la sorna, la burla, el sarcasmo, el cinismo y la sátira, campean por un mundo que se ha tenido como perfecto, pulcro, hacendoso y buen creyente. Y ante esa pregunta de qué es el hombre, la respuesta sería la suma de lo mejor y lo peor, siendo lo peor la conducta más abundante, pues carece de responsabilidades y abunda en deformidades. Hay gente que nace, vive y muere en el desorden y con eso ni se enteran de que estuvieron vivos.

Heinrich Heine, Burlesco.

Estando en París, Heine escribe un pequeño libro, Memorias del señor de Schnabelwopski, que contiene algo de biografía, pero abunda en ironías y burlas a la manera de vivir en Alemania y Holanda (en Hamburgo, Leyden y Ámsterdam). En ese mundo portuario y racional, donde se imprimen libros todos los días y abundan las conferencias de sabios, también hay un submundo lleno de absurdos. Se podría hablar de un underground picaresco y propicio para estarse riendo. Las mujeres y los hombres (lo que incluye pintores aburridos y biblistas celosas de las mujeres del Antiguo testamento, cocineras que preparan la comida de acuerdo con el estado de sus amores, abuelas y tías que no saben dónde están, creyentes a los que D’s nunca les cumple) se mueven por un mundo en el que la razón es un trasto curioso y lo que imperan son los deseos, las frustraciones y un desorden al que todos quieren colaborar. Y en este espacio, que parece un circo donde hasta el león es payaso, el tiempo corre, los espejos mienten y lo deseable se mantiene en vitrina, bien empacado en cartones. Cartones bien atados, porque los alemanes hacen nudos muy bien hechos y después filosofan sobre cómo soltarlos.

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En estas memorias burlonas de Heine, de quien se ha dicho que su estilo es uno de los más elegantes, se parte de algo serio para llegar a algo risible. Quizá sea una teoría que Heine no desarrolló: al final de todo, la risa nos espera. Algo así como la entropía que, al propender por la deformación, muestra en esta la caricatura. ¿Qué tan caricatura somos? No lo sabemos. Es que mientras aparentemos y hagamos de la mentira un oficio, nadie se da cuenta: lo normal es lo mayoritario. Estas cosas pasaban y se veían al final del Romanticismo (Heine fue el último romántico), época de gente que se mostraba llorando para lucir sus lágrimas entre sus amigos y enemigos, sin faltar el (o la) que las bebiera o depositara en cartas de letra bonita. Tampoco faltó quien se dibujara un corazón en el pecho y cosiera una flor en ese espacio de piel. Hoy pasa algo similar, pero ya somos dibujos animados.   

Heinrich Heine nació judío en 1797, en Düsseldorf; se hizo cristiano en 1825 (pero le valió de poco porque siempre le echaron en cara su judaísmo) y terminó de sansimoniano, una especie de socialismo aristocrático que cuestionaba la propiedad y la herencia de ésta. Estudió con Hegel y se enemistó con Goethe; ridiculizó a Schelegel, su profesor de jurisprudencia (era un hombre de leyes y en la intimidad de perversiones) y fue amigo de Víctor Hugo, Honoré de Balzac, George Sand. Richard Wagner, el compositor de óperas y gran antisemita, le copió, para una de sus obras, la leyenda del Holandés errante, que Heine había rescatado en Memorias del señor de Schnabelewopski. Heinrich Heine muere casi ciego y paralítico (esclerosis múltiple) en 1856, prohibiendo que lo enterraran en Düsseldorf (razones tendría) y durante su vida, que fue un subir y bajar entre todo tipo de gentes y ambientes, vio prohibir sus obras en Alemania y al mismo tiempo ser tenido como el poeta judío-alemán más vendido y traducido a otras lenguas. Heine fue una contradicción: sus versos elevaron el espíritu e hicieron ver grandioso lo insignificante, pero su prosa fue polemista y burlona, llena de ese sarcasmo y humor propio de las grandes inteligencias, que cuando todo lo ven, también perciben la parte risible. A uno de sus poemas le debo el haber ido a conocer las cataratas del río Rin, cercanas a Singen, en la frontera con Suiza. Esas cataratas abundantes en nereidas, tritones y sirenas, en cantos de dioses y glorias de la tierra y el cielo, tan parecidas a las que conocí en unos baños en Cisneros, donde nadábamos y el aire olía a panela y a trapiche. Como decía Gildardo Lotero Orozco, lo que le ha faltado a nuestra naturaleza local han sido poetas. En cuanto a la burla, preferimos bailarla. Estas son tierras calientes.  

 

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