Es esa falsedad, la hipócrita conversión de lo feo en bello, lo que nos ha impedido mirarnos en el espejo y descubrirnos que somos depredadores insaciables.
La tierra es la casa. Naciones Unidas dio mensaje de alerta contundente, nos dirigimos rápidos hacia el colapso climático, sanitario y social. Las grandes potencias del planeta no tienen voluntad política para proteger la vida, el agua o la biodiversidad. La plutocracia que gobierna insiste en estimular el consumo, la India y China lideran esa catastrófica política. La USA de Trump los respalda. Todo el capitalismo está diseñado para hacer insostenible la vida. Ya vamos a cumplir un siglo de estar produciendo no para la satisfacción sino para un consumo loco y descomunal. Hace un siglo se producían las cosas para la durabilidad. Hoy la idea de la obsolescencia programada parece natural y justificable. Nuestra nación se ha embarcado en un modelo de extracción demencial y triste.
La durabilidad de las sociedades está estrechamente vinculada a la forma de resolver el problema del agua, las que han desaparecido generalmente lo hicieron por una política estúpida de su manejo. Vivimos sobre un polvorín, construimos día a día nuestro desierto. Sólo basta observar el deterioro de zonas como El Bagre, el Bajo Cauca los llanos para ratificar esta suerte que hemos construido día a día. Pero miremos a Medellín, en pequeño repite ese modelo destructivo. Nada retrata mejor nuestra tragedia que el destino de las aguas. Sepultamos bajo concreto la quebrada Santa Elena después de haberla vuelto una cloaca irrespirable. Lo propio hicimos con el río Medellín. Seguimos hipócritamente tapando el sol con los dedos, a donde viajemos observamos el mismo panorama. No tenemos futuro, no tenemos remedio.
La limpieza de nuestras calles, el amoblamiento y las bellezas arquitectónicas de la urbe no pueden ocultar que venimos de la más destructiva de las actividades y la emulamos con otras peores. La minería del oro fue el origen de todas las tragedias, las riquezas que se generaron dieron lugar también a la conversión de la ciudad en un gran mercado para abastecer esa actividad. Ensayamos después la industria y poblamos el aire de residuos y partículas que lo hacen ya irrespirable. El amor a los vehículos, no por sus propiedades funcionales sino por su significación social, ha terminado de convertir a la ciudad y al Valle de Aburrá en una espantosa mole de cemento y piedra copada por colas interminables de vehículos. Lo peor es que nos sentimos orgullosos de todo este desastre. Hace un siglo todo el mundo celebró la “hazaña” del viejo Coriolano Amador que desecó los humedales de Guayaquil y dio lugar a la construcción de galpones, mercados y estación de tren. No es casual que fuera quien primero trajo un carro de motor, para la vanidad. Y nuestros antepasados se maravillaron ante el espectáculo triste de la farsa de hacer de Medellín una ciudad que pareciera otra de Europa.
Es esa falsedad, la hipócrita conversión de lo feo en bello, lo que nos ha impedido mirarnos en el espejo y descubrirnos que somos depredadores insaciables, que tampoco somos capaces de reconocer ese pasado nefasto y continuamos con el mismo signo de la élite del planeta, destruyéndolo todo por unas riquezas efímeras e inútiles. Cuando C.A Gosselman vino a este Valle afirmó, hace dos siglos, que aquí debió haber sido el paraíso terrenal, si llegará hoy seguramente nos echaría en cara que lo hemos convertido en un infierno muy amañador, una tacita de plata.