Reinaldo y Carlos Spitaletta comparten un impactante recorrido que fija su mirada en las siempre presentes y poco visibles ventanas del barrio Prado.
La sensación inicial, al entrar al barrio, es la de estar en un lugar distinto. Hay fragancias arbóreas, calles anchas, fachadas de atracciones ineludibles, y, como desajuste a la visión placentera, una suerte de abandono en algunos caserones.
El barrio está ahí, listo a que lo visiten, a que los ojos curiosos sean capaces de penetrar más allá de las paredes, subir con la imaginación a los entejados, treparse a las torres, algunas con almenas como si fueran castilletes medievales, y dejarse llevar por la narrativa propuesta por el único barrio patrimonial de Medellín.
Las puertas esconden historias, los contraportones también. Y para que los pájaros perdidos penetren a través de ellas, están las claraboyas. Y hay rosetones y tragaluces. Si usted lo desea, se puede ir, como el loco de un tango, a correr por las cornisas, con una golondrina en el motor. O con loras del atardecer, que llegan a pernoctar en los casco’evacas.
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Hoy, la mirada se concentrará en los ventanales de casas diversas, que pueden evocar arquitecturas que van desde el neoclásico hasta el art noveau. El canto del hierro forjado se escucha en los frentes, en las verjas, en las ventanas que añoran a muchachas de otros días asomadas a la espera de algún trovador nocturno. Prado, el de las perfumadas vaharadas del jazmín de noche, puede dividirse y subdividirse, según los gustos.
Otro día, serán los balcones. O las escalinatas. O la vegetación. O tal vez, la soledad nocturnal de faroles oxidados y luces mortecinas. Hoy, lo dicho, el ojo se detendrá en ventanas, que hay de todo tipo: con barrotes o balaustres, con calados, con herrumbres, con maderas envejecidas. Y a modo de rectángulos. O con arcos románicos. Y no faltan las de arco de medio punto.
Prado es una riqueza patrimonial que, al parecer, a pocos les importa. Y que está a contramano de la historia de una ciudad de la cual poco queda de un ayer, a veces con esplendor y buen gusto. Ahora extinguidos. No hay lugar a la nostalgia. Solo a una belleza que, decadente y todo, nos comunica con otros tiempos, con los cuales, gracias a lo que aún está en pie, podemos dialogar. Como si habláramos con los muertos.
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Las imágenes pueden hablar por sí mismas. Aunque jamás estarán sobrando las pesquisas y las historias. Las ventanas de Prado nos invitan a una meditación sobre viejas arquitecturas que claman por no desaparecer.
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