Un expresidente, por ejemplo, no puede acudir a la afirmación mendaz, para hacer oposición, mucho menos cuando su acción pone en entredicho la soberanía nacional
Nunca en la historia de la humanidad había sido tan necesaria una autoridad intelectual y ética, que pudiera moldear los espíritus de los hombres, desbocados por la equívoca libertad que ofrecen las redes sociales, para mentir, ofender sin consecuencias y manipular la verdad, generando la más caótica desorientación. Hasta las mentes más alertas, las mas escépticas, las más desconfiadas, pueden caer en las trampas sinuosas de quienes dedican la vida entera, pareciendo no tener nada más que hacer, a tergiversar, inventar y manipular los hechos, en favor de sus propios intereses o simplemente para generar en el espectador, o lector, la sensación de ser personaje importante, con acceso a información privilegiada o novedosa, con lo que se adquiere protagonismo.
Cuando se trata de personajes anónimos, sin mayor importancia social o política, a pesar de ser conducta execrable, puede resultar explicable la inocente creencia de la mentira como mecanismo para conseguir amigos o seguidores. Pero cuando quién miente es alguien con reputación de personalidad pública, la cosa cambia. Un expresidente, por ejemplo, no puede acudir a la afirmación mendaz, para hacer oposición, mucho menos cuando su acción pone en entredicho la soberanía nacional. Haber dirigido la Nación, o aspirar a hacerlo, imprime carácter. Una persona de esas calidades, es una especie de reserva moral, por lo menos así la vemos los ciudadanos, a la que acudimos en busca de ideas, de argumentos ciertos y experimentados, que ayuden a superar las crisis.
Y en medio de la moderna barbarie de la llamada posverdad, surge la necesidad de un periodismo comprometido con la decencia. Si las redes sociales se han convertido en la gran maldición de nuestros tiempos, debe haber profesionales probos en materia de manejo de la información que comiencen a poner orden en el mundo, a establecer los parámetros de la noticia que llega a una audiencia agobiada por las cosas que pasan, y desinformada por quienes hacen mal uso de su acceso a los otros. Las facultades de comunicación social, las escuelas de periodismo, los medios y los periodistas, tienen la enorme responsabilidad de informar; el estado, por su parte, debe garantizarles respeto por su oficio y seguridad para su ejercicio libre y humanizado.
No es fácil el momento que vivimos: hay demasiada maldad, demasiada permisión en el uso de elementos mal intencionados, y muy pocas personas en el mundo con solvencia intelectual para ayudarnos. Ni siquiera la Iglesia cuenta con el consuelo de un guía creíble, sobre todo luego de los escándalos por las actuaciones de unos cuantos curitas y el mal manejo que se les dio a los casos de pederastia. La gente pude vivir sin ir a misa, pero siempre tendrá la necesidad de estar informada. Se vuelve inmensa, entonces, la importancia de la existencia de unos medios serios, ecuánimes e imparciales, con gran capacidad investigativa y alejados de las candilejas de los poderosos. Solo con ellos podremos reencontrarnos con la cultura del respeto, la convivencia, la grandeza.