Mis maestras y maestros  

Autor: Álvaro González Uribe
17 mayo de 2019 - 09:03 PM

Homenaje a mis maestros y maestras en su día. Recuerdos y anécdotas.

Medellín

Álvaro González Uribe

Mi primera maestra se llamaba Mara. En el colegio donde empecé a estudiar solo había una maestra o un maestro por curso que dictaba todas las materias. Entré de cinco años a kínder; aún no se llamaba jardín. Inicié mi vida académica de una y sin anestesia: no hice prekínder o “kínder chiquito” como le decían en mi colegio. No había guarderías.

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A las maestras no les decíamos “profes” sino señoritas o doñas. A los profesores nos referíamos anteponiéndoles el “don”. La señorita Mara solo duró cerca de un mes. Nunca supimos por qué renunció pero les aseguro que no fue por mis pilatunas pues en ese tiempo yo era hasta de lo más formalito. Fue mi primera maestra y la recuerdo vagamente pero con cariño y agradecimiento jamás difusos. Esta nota es mi homenaje a ella, esté donde esté y aunque no esté.

A la señorita Mara la remplazó doña Maruja, la esposa del rector y dueño del colegio, don Darío Mazo, un reconocido educador de Medellín. Doña Maruja tenía fama de brava, más bien de estricta. Buena maestra y gran señora. Lo digo pese a que las malas lenguas decían que a mis hermanos y a mí nos tenía “cargadilla”, vaya usted a saber por qué y si era cierto o no.

Esta columna no es una venganza tardía, Dios me libre. Ya dije que era buena maestra y gran señora. Lo digo porque doña Maruja no se libró de que a sus espaldas -muy a sus espaldas- los estudiantes le dijéramos “doña-Maruja-bruja”, que, por supuesto, no lo era ni en sentido figurado. Era nuestra manera tonta de hacernos los graciosos y valientes, sin que nos oyera, eso sí. Incluso, de don Darío repetíamos a veces de “charros” el verso popular “Darío mató a mi tío con un cuchillo que no era mío”. No mató jamás una mosca y mi único tío y padrino que tanto quiero goza por fortuna de cabal salud.

En primero de primaria la “seño” fue la señorita Carmenza. Con la cartilla de Coquito -y la ayuda de mi mamá me mima- me enseñó a leer y a escribir. A escribir… Ella fue la culpable para mal o para bien. En segundo de primaria la encargada de ayudarme a conocer el mundo fue la señorita Orlanda y en tercero me tocó el profesor don Abelardo de Jericó, Antioquia. En cuarto fue don Jorge. ¿Qué habrá de ellos?

De allí pasé al colegio San Ignacio. Grandes maestros los jesuitas. Mi papá fue ignaciano y quería que sus hijos también lo fuéramos. Lo fuimos y con gusto. “Donde hay un ignaciano hay un caballero” era una suerte de lema que nos repetían “los curas”. Cuando alguno de ellos nos lo predicaba, “recuerden que donde hay un ignaciano hay un caballero”, yo agregaba mimetizado en la fila: “¡al lado!”. Chiste flojo.

Como expresé arriba, en el cambio de colegio pasé de cuarto de primaria a quinto elemental o preparatorio que así llamaban en San Ignacio. El cambio no fue fácil porque los jesuitas eran mucho más estrictos que doña Maruja y don Darío. Pero el gran cambio fue pasar de un solo profesor o maestra por curso todo el año, a un profesor o maestro por materia. Había maestros de todos los tamaños, pesos y colores, laicos y seglares. Pocas mujeres, quizás dos en todo el colegio.

En San Ignacio la gran mayoría de profesores y “curas” tenían un apodo. Para mí eso era nuevo. Pronunciar al escondido esos apodos, que uno suponía “secretos”, era nuestra forma de sentirnos un poco menos inferiores. Alguien se los puso por alguna razón que luego nadie recodaba o asociaba. Allí para referirnos a los maestros usábamos el “don”. A Bombillo le gritaban ¡Bombillo! desde algún tumulto y se ponía furioso. Una vez llegó a clase, habló un rato y cuando se volteó a usar el tablero se encontró un inmenso bombillo pintado con tiza. Ya se imaginarán la ira. Creo que yo no fui el artista.

Quinto y sexto de bachillerato los cursé en el Instituto Jorge Robledo. No me pregunten por el cambio, tema de otra columna. Fue y sigue siendo un magnífico colegio como San Ignacio y muchos otros porque eso de colegio bueno o malo es carreta, salvo algunos garajes o “vagaderos”. Lo de bueno o malo lo hace uno, los padres o acudientes y punto. En el Jorge Robledo decidí mi rumbo de leyes, política y letras. Buenos maestros como don Manuel de Química -que nunca perdí ni aprendí- y que nos “advertía” que había sido boxeador. Era buen profesor (saludos don Manuel Salvador).

En la universidad eran doctores todos los maestros. Hasta a los alumnos nos decían así. Estudié Derecho y a los abogados nos dicen doctores, aunque no tengamos doctorado. De hecho, en un tiempo (no sé si aún) el diploma decía pomposamente “doctor en Derecho y Ciencias Políticas”. (En mi época caribe trabajé siete años en la Universidad del Magdalena donde me decían “profe” y me sentía más orgulloso que doctor). Tuve muy buenos profesores de Derecho. Se me ocurren cinco y perdón los demás pero aquí no puedo escribir largo: Ignacio Moreno, Carlos Jaramillo, Ignacio Mejía Velásquez, Luis Fernando Álvarez y Jaime Arrubla.

Lo invitamos a leer: Palabras de guerra

Maestras, maestros y profes buenos fueron quienes me enseñaron a pensar. No quienes intentaron rellenar mi cabeza. Gracias a todas y a todos. ¡Feliz Día del Maestro!

 

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