Ley Campoamor

Autor: Fabio Humberto Giraldo Jiménez
10 enero de 2018 - 12:07 AM

Porque se aviene bien con el pesimismo ético y antropológico, el relativismo ético crea un ambiente en el que el miedo persuade sin apelar a la violencia física.

La ley Campoamor tiene origen en el poema “Las dos linternas” de Ramón de Campoamor que dice en su primera estrofa: “De Diógenes compré un día/la linterna a un mercader;/distan la suya y la mía/cuanto hay de ser a no ser./ Blanca la mía parece;/la suya parece negra;/la de él todo lo entristece;/la mía todo lo alegra./Y es que en el mundo traidor/nada hay verdad ni mentira;/todo es según el color/del cristal con que se mira”. Y como colofón del poema se reitera esta última parte que es, más precisamente, la que da origen a la denominada ley. Campoamor fue un poeta realista, un tanto escéptico y positivista en filosofía y, paradójicamente, monarquista moderado en política. Seguramente de lo primero le viene el escepticismo y de su prolija vida política la desconfianza. 
El poema y la estrofa tienen más de discurso descriptivo y admonitorio que de prescripción moral, como se puede deducir de una lectura completa del poema en el que contrasta la linterna de Diógenes el cínico con la del hombre virtuoso: “para él virtud fue simpleza,/el más puro amor escoria,/vana ilusión la grandeza,/y una necedad la gloria”. Pero nuestro asunto no es el poema sino la estrofa tal y como ha sido prevalentemente interpretada: como sumario y máxima del relativismo ético; es decir, como descripción de la desverguenza de la humanidad y como ley para el comportamiento moral.
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Lo que quisiera decir es que me parece impropio, no la descripción que resulta muy elocuente en relación con muchos de los sucesos de la vida que nos espantan por su crudeza, -por ejemplo, la corrupción de la justicia que es el diamante de las corrupciones-, sino la adopción del relativismo que contiene esta estrofa como ley moral y las raras consecuencias que desata y justifica.
Cierto es que la vida es un adverbio con sufijos incluidos, porque todos los hechos son un embrollo de circunstancias de modo, tiempo, lugar, grado y certeza. Pero eso solo alude al contexto relativo en el que suceden los hechos de la vida. Deducir el relativismo ético universal de hechos aislados y patéticos, es lo propio de explicaciones perezosas, simples y fáciles como las que se ven en los telenoticieros o se difunden en las redes sociales que huyen de los contextos; como huyen también las reiteraciones que se arremolinan en torno a un sentimiento o dolor intensos que paralizan y aturden hasta consumir la conciencia personal y la historia pública por resentimiento.
Que todo suceso tenga un contexto y que este le confiera unas características específicas, no excluye la relación, ni valores de referencia mejores que otros. Al excluir la relación, el relativismo le confiere carácter de absoluto a cada uno de los miles de puntos de vista y al mismo tiempo los excluye. 
Lo paradójico es que el relativismo termina siendo dogmático, porque al excluir valores de referencia preeminentes para la certeza y el comportamiento, como la ciencia y el derecho, por ejemplo, le concede absolutez a cada valor específico, los aísla. Y al hacerlo produce otro efecto contrario al que pretende, porque si no existe referente superior, que es una especie de aduana moral o epistemológica según el caso, le da pasaporte y visa de pirata a la ley del más rico, fuerte y poderoso. 
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Y hay otra consecuencia del relativismo ético que, por lo menos, es igualmente nefasta. Por su capacidad tanto descriptiva como prescriptiva y porque se aviene bien con el pesimismo ético y antropológico, el relativismo ético crea un ambiente en el que el miedo persuade sin apelar a la violencia física. Convertida esta creación literaria en máxima de agorería, acrecienta feligresía, controla almas babiecas y amedrentadas por la inminencia del apocalipsis y alfabetiza ciudadanos siervos, amilanados por enemigos artificiosamente diseñados por profetas que, basados en indicios reales, pero dramáticos, y en retales de imaginación febril, terminan induciendo la construcción del mundo infeliz que presagian y en el cual cosechan réditos interesados.

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