Gritos de súplica

Autor: Jorge Alberto Velásquez Betancur
29 mayo de 2020 - 12:00 AM

Hay ruidos de ruidos: una cosa es la bocina impertinente y otra la voz agónica del vendedor que lanza sus ofertas para derrotar el hambre, más el suyo que el del comprador.

Medellín

Medellín es una ciudad ruidosa, furiosa sería el término adecuado. Aquí la contaminación auditiva y la visual se dan la mano con la contaminación ambiental. En cualquier calle de la ciudad, en tiempo normal, compiten los pitos de los buses, los taxis y los particulares, con las motos, los venteros ambulantes, uno que otro cantante que grita desde el equipo de sonido de un bar como si lo fueran a matar, más las voces de los peatones, siempre subidas de tono para poder ser escuchados.

El encierro forzado era, también, una invitación al silencio. Penurias aparte, por una sola vez en la vida (“vivir para contarlo”) podíamos disfrutar del silencio en una ciudad que hizo del ruido uno de sus sellos de identidad. En silencio, el tiempo parecía caminar más despacio. Desde las ventanas podían verse las horas desplazarse suavemente al compás de las nubes, sin afán alguno, sin sentirse acosadas por la bocina de un energúmeno o el pito de un guarda de tránsito impotente para acompasar las mil cabezas de un monstruo mal llamado movilidad.

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Pero el regalo invaluable de un silencio colectivo en una ciudad casi desierta se marchitó muy pronto. Una semana después, la economía del rebusque, que no tuvo cabida en los decretos de la emergencia económica, volvió a poblar las calles y le puso banda sonora a la lucha por la sobrevivencia de miles de seres anónimos. En poco tiempo la ciudad recuperó su bulla habitual. Volvimos a ser la ciudad de la furia.     

Hay furia en el hombre de la moto que acelera sin pausa, para gritarles a los demás que tiene más afán que el resto porque sus cosas son más importantes o que pudo comprar una moto mejor, más veloz, y que los semáforos y los demás le estorban para demostrarlo.

Hay furia en los carros cuyos conductores pitan con desatino protegidos por el anonimato de los vidrios polarizados, porque saben que esas sombras auspician comportamientos antisociales y con su actitud apelan a una superioridad que creen poseer simplemente porque van en su carro o porque este es de tal o cual marca. Que así somos y pensamos los seres humanos, que nos creemos los cuentos de superioridad creados para esconder traumas y defectos.

Hacen ruido, demasiado para la sensibilidad humana y amparados en la desidia oficial que no controla la calidad de las construcciones en proceso, los centenares de edificios que crecen como maleza en todos los barrios, llenando de cemento y arena lugares apacibles que antes estuvieron poblados de árboles o de casas de una o dos plantas que alcanzaron a ser partícipes de la cultura de barrio en las que crecieron tantas generaciones y que hoy se extraña –la cultura- en una ciudad de rejas y vigilantes que pierde el sentido de identidad. Todas las rejas son iguales y cumplen el mismo cometido: separar, aislar, proteger del otro porque los extraños son peligrosos.

Hacían ruido las ambulancias en su doloroso reclamo de un espacio para transitar más rápido de lo que permite la inmovilidad de una ciudad a toda hora congestionada, porque de ese kilómetro más o menos de velocidad podía depender la vida de ese paciente que llevaba en sus entrañas. Pero, por algún sino extraño, las ambulancias dejaron de sonar durante esta larga cuarentena. O la gente se alivió de golpe y nadie más requirió traslados de urgencia, poniendo fin a los paseos de la muerte, o las ambulancias descubrieron que pueden transitar igual de rápido sin alarmar a los vecinos de las calles que cruzan.

Hacen bulla los niños del apartamento vecino que parecen imitar al niño de la selva, haciendo abstracción deliberada de lo que puedan sentir o pensar los demás habitantes del edificio; el asunto no es con ellos. Hace mucho ruido la vecina que reorganiza los cuadros de la casa a las once de la noche y martillo en mano la emprende contra la pared desnuda entre el sobresalto de los demás habitantes que insisten en sus esfuerzos contranatura de conciliar el sueño o de dormirse algún programa de televisión. Hace mucha bulla el que mueve mesas y sillones en todo momento, de pronto con la intención de entender la teoría del caos entre cuatro paredes de cartulina, porque los muros de los apartamentos de hoy no son como los de antes, que guardaban todos los secretos. Hoy no. “Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas” es una buena frase que no puede aplicarse en las viviendas de ahora, poco ortodoxas en cuanto a la garantía del derecho a la intimidad. 

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También hacen ruido los venteros ambulantes. Es de la esencia de su trabajo gritar para que los potenciales compradores sepan que por la calle adyacente van los aguacates, los bananos y la mazamorra que pueden completarle el almuerzo y que los señores que arreglan licuadoras y zapatos esperan al frente del edificio para ayudarle a resolver ese problema que tiene guardado en un cajón o en un closet. Ellos gritan porque es la única manera de comunicar su mensaje. Lo hacen a viva voz, aunque algunos, más pudientes, pueden echar mano de un megáfono, tal vez reciclado de alguna campaña electoral.

Leo con sorpresa en redes sociales que algunas personas se molestan por la reaparición de los anuncios a voz en cuello de los venteros ambulantes y se quejan porque les interrumpe su trabajo remoto. Hay ruidos de ruidos: una cosa es la bocina impertinente y otra la voz agónica del vendedor que lanza sus ofertas para derrotar el hambre, más el suyo que el del comprador. Falta sentido de humanidad a quien se molesta porque estas personas tratan de derrotar la adversidad que les endosó el destino y el abandono en que los mantienen el Estado y la sociedad.

Los venteros ambulantes no están lanzando ofertas comerciales ni están pidiendo limosna. Están ofreciendo sus productos desde la honradez de su humilde oficio. Están suplicando compasión porque llevan la peor parte en esta emergencia. No los critique ni los rechace, ¡cómpreles!

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