Gógol y su muñeca inflable

Autor: Reinaldo Spitaletta
11 agosto de 2019 - 09:02 PM

Una seductora historia de perplejidades escrita por Tommaso Landolfi

Medellín

Las muñecas sexuales, al menos en literatura, las inventó el escritor uruguayo Felisberto Hernández con su cuento (aunque parece más una noveleta) Las Hortensias, un relato que mezcla lo gótico, lo policíaco y las visiones terríficas que producen los celos. A Hernández, pianista y animador de cine mudo, un escritor que, en esencia, no se parece a nadie, le hubieran podido nacer plantitas en la cabeza y, cómo no, haberse enamorado de las temblorosas quejumbres emitidas por alguna ventana asustada. Y menciono al autor de Nadie encendía las lámparas, que en 1949 concibió para regocijo y asombro de los lectores y del mundo en general aquellas muñecas “con aire de locas sublimes” y que, dada la celotipia de alguna dama, terminaron sus días despedazadas a puñal.

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Y del Uruguay tanguero y futbolista, de estupendos escritores, podemos saltar a la Italia múltiple, seductora, en la que hubo un narrador extraño, barroco, admirado por ejemplo por Ítalo Calvino, y que pudo ser un cóctel de Kafka con Borges, y en todo caso con la literatura rusa decimonónica, en particular con la de Nicolás Gógol, el de tantos siervos muertos y que con relatos tan impresionantes como La nariz o El capote, le confirió al género un lustre que más tarde, por ejemplo, llevaría a picos muy altos un genio como Chejov; aunque, claro, todos bebieron de Maupassant y antes de Poe y, como se sabe, la literatura es un tejido de araña maravilloso en que unos y otros se conectan.

Y en esa tremenda Italia, en la que hubo en la centuria pasada neorrealismo cinematográfico y tantas voces en literatura, nació Tommaso Landolfi (1908-1979), poeta, escritor, traductor y autor de un cuento muy particular, La mujer de Gógol, concebido en 1954, pocos años después de que el uruguayo hubiera creado sus extraordinarias muñecas en Las Hortensias. Y es bueno precisar esta situación porque en asuntos de muñecas de cama, parece que don Felisberto, como en las barajas, les ganó de mano a los demás. Un pionero. ¿Y qué tiene que ver una muñeca con Gógol?

Gogol

Retrato de Nikolai Gógol (1809 - 1852) por F. Moller, 1840.

Harold Bloom, en su texto Qué leer y por qué, dice que La mujer de Gógol, de Landolfi, es “tal vez el relato breve más gracioso y enervante que he leído en mi vida”. Asunto de gustos literarios. El caso es que, según el narrador que crea el italiano y que es como una suerte de biógrafo del autor de Almas muertas, Gógol se casó con una muñeca inflable y manipulable, con la que mantiene relaciones maritales, a la que ama como si fuera una mujer (o puede ser, por qué no, amarla debido a que no es una mujer real, quién sabe). La infla y la desinfla. La goza y sufre. Establece con ella una conexión que sobrepasa lo que puede tenerse con un ser inanimado y hay un enamoramiento, una rara comunicación más allá del sexo y de la piel artificial.

El narrador, que a veces parece uno del siglo XIX por su manera de involucrar al lector, de dirigirse a él, de a veces dar la impresión de sonar como un relato en segunda persona, en fin, nos alerta desde el inicio con una suerte de treta, como es la de advertir acerca de “¿tendré derecho yo a revelar cuanto a todos es ignoto…?” sobre Nikolai Vasilievich, su amigo, que ha mantenido en reserva, como debe ser, claro, los asuntos de catre, que su mujer era un fantoche, y no una fémina, no un ser humano, caramba.

En la vida real, como es sabido, Gógol nunca se casó, fue una especie de extraño solitario, muy atormentado por la religión, que antes de cumplir los cuarenta y cuatro años se dejó morir de hambre, tras quemar sus manuscritos inéditos. Una aproximación a la vida y obra de Gógol se puede leer con fruición en el Curso de Literatura Rusa, de Vladimir Nabokov, en el que se aprecia cómo en la fase final de su existencia, el autor de Almas muertas, decae en su creatividad en parte por su elección de convertirse en monje. En la ficción de Landolfi, la muñeca, que se llama Caracas, tiene el color de la carne, color piel, a veces clara, a veces morena. Puede confundir porque, en ocasiones, parece trocar su sexo o disimularlo, aunque jamás deja de ser femenina.

Caracas luce moldeada al antojo de Gógol, que a veces la inflaba bastante, a veces menos, le cambiaba peluca, la gobernaba. Y ella pasó de ser su esclava para transmutarse en su tirana. Y la relación va trasladándose del amor al desamor. Y viceversa. En cuanto al nombre de Caracas, no se sabe por qué Landolfi lo escogió. Tal vez porque en un tiempo, en la década del cincuenta, muchos italianos iban a Venezuela a trabajar en obras de ingeniería en los días de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. O tal vez porque, igual, las caraqueñas son espléndidas muchachas.

La mujer de Gogol

Portada de La mujer de Gogol, en su traducción al inglés

El esqueleto de la muñeca, de varillas de ballena, le daba una imagen próxima a una mujer cierta. Ah, y ¿tenía voz? ¿O el encanto radicaba en no tenerla? El narrador nos advierte que solo una vez le fue dado escuchar la voz de Caracas: cuando dijo que quería hacer caca. “Pegué un salto creyendo haber oído mal y la miré. Estaba sentada sobre un montón de cojines contra la pared y aquel día era una tierna beldad rubia metidita en carnes”. Gógol dormía con la muñeca en la misma cama y, en general, parece que los atributos del fantoche eran vistos por el marido como si fueran en rigor los de una mujer cierta.

Habría que preguntarse, entre otros interrogantes, por qué una muñeca parecía satisfacer todos los requerimientos de un sujeto como Gógol. ¿Y el tiempo cómo la afecta? ¿Y el amor? ¿Y qué hay de ir más allá de las relaciones sexuales y al fin tener un hijo? ¿Qué representa una muñeca sexual que puede ir más lejos del imaginario de solo satisfacer asuntos de cama? Caracas, en una misteriosa actitud, va adquiriendo manías y una especie de vida propia, que puede salirse del control de su dueño. ¿Cuál era en verdad su naturaleza?

El cuento de Landolfi llega a puntos cumbres cuando el lector se entera que Caracas “enfermó de un mal vergonzoso”. Sí, cómo es posible que el “espíritu” de la sífilis la haya arropado, invadido, envuelto, contaminado. El narrador, amigo y confidente de Gógol, va alargando, a veces sin necesidad aparente, el relato y su desenlace que puede estar oscilando en el trágico trapecio de lo inesperado.

El relato, con dosis de humor negro, conlleva a reflexiones sobre el envejecimiento, la aburrición de vivir, el cansancio de una compañía insólita y, en últimas, de las soledades compartidas, de la búsqueda inestable del sentido de existir. Caracas, con sus órganos sexuales rosados y aterciopelados, es un símbolo de la disolución familiar, de la crisis en las relaciones hombre-mujer, del fracaso de la comunicación. O de su pérdida.

La mujer de Gógol es una suerte de grito por la incapacidad para conectarse con la sociedad, contra los sistemas que aíslan al ser humano para no dejarles saber sobre la solidaridad y los afectos… Es como la negación del otro. Es un camino, el de Caracas y Nikolai, hacia el desespero y la desesperanza. O la desazón. La historia va en un crescendo que conduce a un abismo, a una destrucción inevitable.

No se sabe si Landolfi leyó a Felisberto Hernández. Es probable. Porque Calvino, que también se refirió con propiedad y extensión a la literatura de su paisano, escribió notas sobre el uruguayo y tradujo y prologó el libro Nadie encendía las lámparas (Nessuno accendeva le lampade). De cualquier modo, las muñecas en literatura son de uno y otro escritor, con visiones y tratamientos distintos. En Las Hortensias las muñecas diseñadas, en un surtido de prodigio, se erigen en rivales de las mujeres verdaderas. Caracas, la de Landolfi, es una muñeca humanizada cuya tragedia está marcada por su dueño y amo, al que ella, de algunas maneras, desestabiliza.

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La mujer de Gógol es un cuento inquietante y, si se quiere, divertido. Caracas, la muñeca, que no es un humanoide, es una ejemplificación de los seres marginales, tan abundantes en estos tiempos de desamparos y soledades a la carta.

 

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