F.  Richaud y el jardín creciente, Sobre Luis IV y su jardinero

Autor: Memo Ánjel
10 febrero de 2020 - 12:06 AM

Nunca se le vio mezclado con la multitud para consultar los oráculos.

Fréderic Richaud. El jardinero del rey.

Medellín

La naturaleza

El siglo XVII fue la antesala a la Ilustración. Como no había pasado antes, la naturaleza fue estudiada detalladamente en sus partes. La botánica, la zoología, el clima, el uso útil del agua, las posibilidades del cielo, los insectos, los gusanos, el manejo de la tierra etc., hicieron parte de los estudios de muchos que no solo buscaron la razón y uso de las cosas que estaban presentes (las producidas por la naturaleza y las hechas por el hombre) sino también el ejercicio del poder a partir de esos conocimientos. El sistema copernicano (los planetas girando alrededor del sol), la desecación de pantanos para obtener tierras fértiles, las guerras con soldados uniformados para distinguir entre uno y otro bando, los microscopios holandeses que hicieron ver lo pequeño, los telescopios que acercaron los ojos a las estrellas, la filosofía cartesiana (que inició la era de la razón), les dieron un giro a las formas de gobierno y a las conversaciones de las gentes. Las guerras religiosas se detuvieron (ya el asunto no era tanto creer sino saber y hacer), la mujer entró a participar del teatro en las obras de Molière. y los protestantes luteranos y hugonotes (calvinistas franceses), se diferenciaron del catolicismo en que veían la naturaleza para usarla y no para contemplarla. En Inglaterra, en ese 1600, se abrió la primera oficina de patentes, pues quien inventaba algo tenía derecho a usarlo para él solo y sus intereses por 20 años.

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La naturaleza, que producía ideas descabelladas a través de mitos, leyendas y delirios (a Shakespeare esto le sirvió para conocer los entresijos del poder) y estaba casi que en poder de brujas y predicadores, se hizo razonable a partir de la duda metódica teorizada por René Descartes. Había que ir más allá de las emociones (apariencias) que provocaban los sentidos, reformar el conocimiento como propuso Baruj Spinoza, buscar posibilidades en el cálculo matemático (Wilhelm Leibniz), experimentar (Galileo Galilei), separar entre la superstición y los nuevos conocimientos (Johannes Kepler), creer en la naturaleza como fuente de lo nuevo (Rodolfo II), asentarse en principios matemáticos para no perderse (Ticho Brahe), etc. Lo que se veía nos mostraba un orden y en ese orden principios, leyes (ciencia) y aplicaciones (tecnología). Así, la naturaleza dejó de ser espacio poético para los contemplativos y entró a participar, ya no en el azar de las cosechas, los vientos y los climas, como parte de lo entendible y usable, lo que permitía lograr más cantidades, oler mejor y (está en lo posible) ser mejores o más perversos.

Y en medio de esta naturaleza, Luis XIV, el rey sol, llamado así porque configuró una corte que daba vueltas en torno a él como los planetas (la idea la tomó de Copérnico), que vestía cada día distinto porque se pensaba a sí mismo como un jardín que florecía a diario y distinto, que se embelleció las piernas con medias que llegaban hasta las rodillas y que, con su amante, madame de Montespan, tuvo cuatro hijos, dos legales y dos espurios, pues más allá del sol también estaban las estrellas y las galaxias. En su reinado, que fue el del absolutismo ilustrado (L’Etat c’est moi, el Estado soy yo), la naturaleza se convirtió en un enorme jardín al alcance de cortesanos, sabios y gente del común: el Palacio de Versalles.

    

El jardín

Los jardines son una creación de los persas, que vieron en los colores de la naturaleza una manera de embellecerse estando en ella. En el siglo VI, antes de esta era, Nabucodonosor II hizo los más espectaculares del mundo antiguo (los jardines de Babilonia), que los anacoretas y profetas señalaron como un espacio de lujuria, crimen y poder enloquecido. Sin embargo, la existencia del jardín (palabra de origen francés que quiere decir huerto pequeño), de alguna manera fue cantada en el Shir HaShirim (el Cantar de los cantares) para determinar la belleza de Shulamit, y por Virgilio, en las Geórgicas. Las plantas ordenadas (Aristóteles las había clasificado como comestibles, medicinales y ornamentales, creando así el primer jardín botánico), por frutales y legumbres, por tipos de flor, tamaño del árbol y tipo de sombreado, cercanía del agua y biodiversidad generada, se popularizaron  en algunos conventos de monjes experimentadores en asuntos de medicina, se hicieron importantes en la India de los Rajás y el Islam de los Abasidas y los Omeyas, pero es en el siglo XVII cuando, a partir del jardín de Rodolfo II (rey de alquimistas, cosmógrafos y matemáticos) en Praga, cobran fuerza en occidente. Y el jardín más grande (o el huerto embellecido más grande, si se quiere), que se construye sobre una ciénaga que deben desecar organizando las entradas y salidas del agua, sabiendo qué se siembra y cómo, que a la vez es belleza e independencia alimentaria, es Versalles, en las afueras de París. Tan bello y ordenado, que se construyó un palacio (quizá la obra barroca más imponente) para ser embellecido por esa naturaleza que cobraba forma nueva entre fuentes, estanques, caminos y paisaje artificial. A partir de Versalles, los reyes europeos se rodearon de jardines. Son famosos los de Federico II el Grande (rey de Prusia) en Potsdam, en la periferia de Berlín. Se llama Sanssouci, y traduce sin problemas (Ohnesorgen), pues allí Federico iba a calmarse, llevando una vida privada, de los ajetreos de la corte, las conspiraciones y las guerras a cañonazos.

Portada El jardinero del rey

El jardinero del rey, portada de la edición en español de Fréderic Richaud.

Los jardines los cantaron los del pueblo, inspiraron a los pintores y a los grandes compositores, fueron testigos de la etiqueta y de los grandes complots. Y sobre la construcción del jardín de Versalles, escribe una novela Fréderic Richaud, contando la historia de un hombre que fue más extraño que conocido: Jean-Baptiste de La Quintinie, el jardinero del rey Luis XIV. Un hombre raro, un botánico, un naturalista, un conservador y a la vez un revolucionario (se alimentaba de las nuevas ideas políticas a partir de la correspondencia con un librepensador, Neuville), alguien que nunca se sometió a la política despótica de los Luises y optó por dirigir siembras y cosechas, mirar el cielo para predecir el clima (al menos los tres días siguientes) y visitar campesinos pobres para aprender de ellos y saber qué cosa es robar por hambre. En ese jardín de Versalles, las plantas fueron el reino de La Quintinie, su espacio de vida y reflexión, por eso no le hizo caso al fin del mundo que se creyó que llegaba con la aparición del cometa descubierto por Halley, y al fin su muerte en un invernadero, pasto de los gusanos que, al morir ellos, servirían también de alimento a los árboles frutales, las legumbres y las flores.

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El jardín de Versalles (y de Versalles en todo su esplendor, incluida María Antonieta) debería llamarse Jean-Baptiste de La Quintinie. Él lo inició en tres hectáreas, sembrando con paciencia, reconociendo cada espacio de tierra, secando humedades, haciendo con sus labradores huertos, setos, aljibes, canales, creando contabilidades y administrando su vida y la de quienes trabajaban con él. Luego fue lo demás: una monarquía que no le dio vida a ninguna planta, pero sí destruyó muchas con hombres y mujeres adentro.

 

La novela de Richaud

Historias sobre el barroco (siglo XVII) hay muchas. Una que me gusta mucho es La joven de la perla, de Tracy Chevalier (sobre el espacio privado y la vida de Johannes Vermeer, el pintor holandés de interiores). Pero hasta ahora ninguna había hablado de la importancia de la naturaleza en ese siglo, que incluso tuvo falsos mesías como Sabbetay Zeví, estableciendo que el comportamiento humano depende de saber o negar (la palabra pecado traduce ir contra la naturaleza) lo que es el orden natural de las cosas que da la Tierra, que no se equivoca. Y esta novela, escrita en capítulos cortos, prosa bella y amparada por una buena investigación, es El jardinero del Rey, de Fréderic Richaud, un hombre interesado en jardines, en el diablo, en el zoológico de Luis XIV (el déspota ilustrado) y en ese filósofo misterioso, mentiroso e irresponsable que fue Juan Jacobo Rousseau, y por ello tan buen conocedor de la condición humana. Hay que leer sus Confesiones.

Fréderic Richaud

Escritor Fréderic Richaud.

En El jardinero del rey, Fréderic Richaud describe el siglo XVII en la corte francesa y de los franceses. Allí están el rey y su hermano, las amantes, los delirios del poder, las guerras de los señores, el ejercicio de las envenenadoras, la necesidad de saber, el desprecio por lo que se come debido a la glotonería, el servilismo, el deseo de que el mundo se acabe (lo que da entrada a predicadores enardecidos y corruptos), el tiento con el que deben trabajar los científicos y, a la vez, las nuevas ideas nacidas del trabajo con la naturaleza, que se deja trabajar a la vez que enseña, pues la naturaleza no es silenciosa: sus palabras son los hechos que origina, su belleza un orden que debe ser, su respeto no inmiscuirse en lo vano, su esencia la corporación, pues nada se da si antes no hubo algo que se relaciona con lo que pasa y habrá de pasar.

Jean-Baptiste de La Quintinie (el personaje de la novela), es un hombre que nadie alcanza a definir. Los de la corte saben que está ahí, en algún lugar de las preferencias del rey, y que lo que comen vegetal se lo deben a ese jardinero, que a su vez se queja de que esa gente de poder, que cumple con la etiqueta y ejerce la traición y el servilismo, no sabe lo que come, solo traga. Ese jardinero, atento a los climas que se dan sobre París y a proteger las plantas a costa de su salud, cuidadoso con cada árbol y hoja, que sabe de texturas, colores, olores y sabores, es odiado por muchos de los mantenidos por la monarquía, pero lo admiten como necesario. Sabe cosas íntimas del rey, al igual que sabe cómo se ha construido el castillo del jardín; abastece las despensas de Luis XIV y se interesa en una ciencia que lo lleva a admitir que todo el sistema monárquico está fallando. Pero no habla, no denuncia a nadie, solo ve. Es un árbol que camina, da sombra a quien la solicita y deja que aniden los pájaros. Y así, la vida es con lo que le abastece y le quita, con climas y cambios diversos, con caminares y reposos, espacios de luz y oscuridad. Y esa vida contiene deseos y seducciones, pero hay que hacerse a un lado, no intervenir, así como la rama de un árbol no interviene con otra.

Estatua a Jean-Baptiste La Quintinie

Jean-Baptiste de La Quintinie es un árbol que camina, da sombra a quien la solicita y deja que aniden los pájaros. La estatua que le rinde homenaje está en el Palacio de Versalles.

Jean-Baptiste de La Quintinie, inventó la podadera y dejó seis cuadernos con instrucciones para las huertas-jardín (legumbres y frutales), incluyendo un diccionario de jardinería. Fréderic Richaud lo convierte en novela y su ficción (que no lo es) es una planta que crece y no deja de florecer y dar frutos, porque ya es una memoria que da una sombra benefactora, la necesaria para estar vivo y saber por qué.  

 

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