Cuentico de año nuevo

Autor: Mariluz Uribe
16 enero de 2018 - 12:07 AM

De buenas aquí que recibimos los migrantes de las dos guerras mundiales

Ahora que se reunieron las familias con motivo de lo que llamamos “fiestas”, recordamos esta pequeña historia, de pronto nos sirve para que le quitemos seriedad a los horrores que siguen rodeándonos, digamos casi que en lógica sucesión. Todo tiempo pasado fue mejor… Eso dicen. Tampoco es que me conste. Los bisabuelos hablaban de ¨los alegres 90s” y los abuelos de “los locos 20s”.

Alguna vez habían comentado algo de Marú, la menor de Misiá Mariá, aquella niñita hacendosa que cortaba lo que sobraba de los manteles alrededor de las mesas.

Pero además de “hacendosa” era también bastante golosa. Su gran interés por las cosas de cocina se explicaba porque ayudando a hacerlas, lograba comer aunque fuera un pellizco de masa cruda.

Cada vez que podía, hacía visitas secretas a la despensa y sobre todo a ese repostero que guardaba cosas deliciosas especialmente entre la esclusa de anjeo. Los postres, los dulces, las Magdalenas, las galletas escocesas y las galletas de Lu, desaparecían en forma sorprendente. La cajonera de la tarde, muy derechita, con su cajón de parva en la cabeza, era bienvenida.

Bueno, un día Misiá Mariá  resolvió echarle llave a todo y guardar las llaves en un cajón cuya llave ella cargaba en la cintura en su llavero de amatistas. Marú tuvo unos días de régimen forzoso pero después de mucho pensar, cavilar y meditar, descubrió que quitando el cajón de debajo podía meter la mano por detrás del cajón con llave y sacar las llaves del repostero. ¡Eso si había sido un Descubrimiento, el de América quedaba pálido!

La cosa requería un poco de trabajo, bastante tiempo y desde luego una mano pequeña. Sin embargo Marú lograba sacar todos los días un ratico para ir a llenar su barriguita en el repostero y después cuidadosa y rápidamente volver a poner las llaves en su sitio.

Lea también: El pan de cada día

Misiá Mariá sospechó que algo raro estaba ocurriendo, pues las cositas buenas seguían desapareciendo. Finalmente un día fingió, hizo como que salía, y se quedó para espiar a su niña.

Cuando se dio cuenta de lo que ésta hacía, no la felicitó por su ingenio, como se haría tal vez según la psicología moderna, sino que le echó una buena reprimenda, le endilgó un sermón  explicativo sobre los niños que mueren de hambre en el África, y aún en la vecindad, y la encerró por varias horas en el patio de atrás, lleno de cactus, palmas y cerca del gallinero.

Pero el dulce apetito de Marú no se calmó con ese castigo. Es cierto que no volvió a sustraer cosas escondidas, pero un día en que llevaron a la mesa una provocativa bandeja de exquisito manjar blanco recién hecho, se quedó mirando con ojos extasiados y dijo:  -“Yo sería verdaderamente feliz si me dejaran comer esa bandejada de manjar, pero en esta casa no me dejan comer nada.”  -“Que usted sería verdaderamente feliz si la dejaran comerse esa bandeja de manjar?” -dijo indignada Misiá Mariá -“Pues se la come”. Y no la dejó levantar de la mesa hasta que se hubo comido todo el contenido de la bandeja.

Vea además: El pan del día siguiente

Por demás está decir que la Marú nunca volvió a probar el manjar. Creció con un bello cuerpo que luego pudo vestir con trajecitos franceses de la Rue de Rivolí, pues había logrado casarse con un ingeniero galo, que había venido a construir el ferrocarril de Antioquia, para que lo sepamos los queridos y creídos paisanos, que creemos sabérnoslas todas, ¿pero quiénes nos enseñaron?

Pues los europeos. Ellos inventaron por ejemplo nuestras primeras aerolíneas: SACO, SCADTA Y UMCA. Por eso también fue nuestro el primer correo aéreo del mundo. De buenas aquí que recibimos los migrantes de las dos guerras mundiales.

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