Cartas a Susana

Autor: Reinaldo Spitaletta
13 agosto de 2017 - 02:00 PM

Crónica de días de cometas y cine matinal

Medellín

Mi querida Susana: Ya los niños dejaron de hacer barquitos de papel, no porque la imaginación esté en quiebra, sino porque no es hora, ya, de confeccionar barquitos de papel. Ya ni siquiera hay ríos por las aceras y las calles, no hay corrientes de lluvias en el asfalto, ni charcos urbanos, ni tampoco hay ahora cuadernos de tareas del año que pasó.

Hoy, que es otro el ritmo del universo, no hay niños en las calles persiguiendo un cucarrón verde con el fin de atraparlo, amarrar un hilo infinito en una de sus patitas y luego, mientras le pasa el susto al coleóptero (que así los llamaban en la escuela), esperar a que emprenda el vuelo y uno a correr con él. Creo que ahora no hay de esos insectos en la urbe. Así que no podrás saber a ciencia cierta de lo que te has perdido. Puede que algún día te regale, si lo encuentro, un cucarrón electrónico.

Claro, ahora sos una chica de ocho años, y tenés computadores, juegos de pantallas, celulares, poca calle, poca manga, solo un mundo virtual, con una riqueza de imágenes, también infinita, como el hilo del cucarrón verdoso. Manejas con destreza la digitalidad, cuando entonces, en los días en que tu abuelo tenía tu misma edad, solo había unas bellezas de cometas, que nosotros mismos hacíamos, en una aventura que te paso a contar.

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Se iba a las riberas del río Medellín, a unos cañales que de tan tupidos lo chuzaban a uno, a buscar las varillas. Luego, se compraban en la miscelánea unos pliegos de papel de China, se les sacaba el hilo a los carreteles de costura de mamá, se hacía un poco de engrudo (con almidón de yuca) y se invitaba a la muchachada a la fabricación de un artefacto que, con una cola hecha de retazos, emprendería un vuelo hacia las galaxias.

Una cometa, que también se llama barrilete o pandorga, que había entonces unos muchachos que fabricaban papagayos, con colitas del mismo papel de globo, es una manera de comunicarse con los seres celestiales, aparte de los pájaros y los gallinazos, que son, creo, los que mejor planean. Poneles cuidado, y verás cómo vuelan de lindo, con gracia, con dominio del espacio y de los vientos.

Elevar una cometa era una conexión directa con el cielo. Íbamos a las mangas, que abundaban, pero había que cuidarse de algunos malandrines, que, con los llamados “capadores”, hacían caer el sueño de viento y pájaros. A veces, con dos piedras amarradas a los extremos de una tira, la revoleaban y entonces, como un proyectil de guerra, se alzaba y si atrapaba el hilo hasta ahí llegaba la fantasía. Eso no era lo más común, pero la maldad es una constante mi querida Susana.

Hoy, aunque siguen volando, el gusto por la cometería no es tan usual, ni son muchos los “elevaderos” en la ciudad. Es bacano subir, por ejemplo, al morro el Volador, o irse hasta lo poco de llanura que quedó en Niquía, bueno, también en algunos parques, para cumplir con el ritual de emocionarse con el vuelo de las cometas. Te digo que hace años, cuando no podíamos hacer una cometa de verdad, con hojas de cuaderno, o, mejor dicho con solo una, fabricábamos una pandorga, con colita muy liviana y con hilo delgado le hacíamos las tirantas. Era una manera de saciar las ganas de volar. No eran, como podés suponer, de alto vuelo, pero cumplían.

Me parece que hoy, a ustedes, tan cósmicos con esos aparatejos, tan llenos de galaxias a la mano, no les interesa para nada el vuelo de globos aerostáticos, ni las bombitas de helio, ni siquiera gozan ya con el olor de las crispetas en los atrios y los parques, pero sí con los baldados de palomitas de maíz que se compran en el cine. Bueno, pero hoy el cine se puede ver en casa. No como antes, que era una de las maravillas del domingo.

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Sí, se llamaba el matinal y era para la chiquillería. A la entrada, se intercambiaban revistas de aventuras, cómics, novelitas del Oeste, se compraban papas rellenas con ají y, adentro, era una especie de carnaval, de festejo en el que se gritaba por cualquier cosa. La oscuridad, o, de otro modo, la penumbra, ayudaba a que hubiera un ambiente de suspenso, de qué pasará después. Y no faltaba el que tiraba frutas de mamoncillos o arrojaba cucuruchos de papel en las cabezas de los de adelante.

Bueno, que sirva esta carta como promesa para que vamos a algún cine de centro comercial, pero, te digo, ya no es lo mismo, ah, sí, claro, para mí. Para vos debe ser todo un acontecimiento de la imaginación y de las expectativas. Después te narraré cómo hacíamos los avioncitos, los mismos que despegaban en el patio escolar o decolaban desde balcones y terrazas. Era un espectáculo en las calles de fin de semana ver un cielo de barrio pleno de aeroplanos de papel.

Ah, te digo, que estoy escribiéndote esta carta cuando ya no se usan. Antes, se estilaban y mamá decía que las llevaban las palomas mensajeras, unas veces; en otras, las cargaban las cigüeñas, las mismas que hace tiempos traían de París a los niños. En las calles había carteros, en bicicleta, y en ocasiones los perros los perseguían. Eran hombres muy sonrientes, saludadores, con cachucha y un cartapacio a la espalda.

En la próxima te cuento cómo eran los juegos de la calle y los recreos de la escuela, en patios con quiosco y altoparlantes con himnos y canciones patrióticas, horribles. Menos mal que todo cambia. Te abraza el niño envejecido al que nunca le pareció creíble el cuento de Caperucita Roja. Por ahora, vuelo en un avión de hoja de cuaderno. Chao.

P.D. Las palabras que no entendás, se las preguntás a tu papá. Vale.

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