El golpeteo metálico de tales artefactos en la calle resulta más elocuente que cualquier arenga incendiaria. Pero, como suele suceder con toda novedad que se adopta, o trasplanta, su uso a veces se yerra.
El ruido de cacerolas no es una forma de protesta tan nueva como se piensa, aunque nos resulte novedosa aquí por estar apenas conociéndose en estos días álgidos. En lo que respecta a la región, ya se había ensayado en Chile, en tiempos de Allende, iniciada la década del setenta, cuando tanto se reclamaba en las calles contra la escasez (curiosamente idéntica a la que los venezolanos sufren ahora), escasez que asolaba al país austral cuando quisieron aplicarle, a rajatablas, la misma receta marxista que había postrado a Cuba al clausurar la economía de mercado y la libre empresa, enseñas del capitalismo, tan cuestionado siempre, pero tan socorrido incluso por sus peores detractores y enemigos ideológicos, por ejemplo los chinos.
Sí. Esa fue la causa de que la pobreza amenazara con generalizarse en todos los estratos de la población chilena, castigando sobre todo a la clase media, pues el proletariado o clase obrera, ya sindicalizada y resguardada en el Estado socialista recién implantado, no sufría los mismos quebrantos, y menos tenía su subsistencia comprometida. Las cacerolas pues, como herramienta política, en América nacieron contra el socialismo. En el mundo ellas datan de muy atrás, pero se dejaron oír por primera vez, en forma concertada, u orquestada, blandidas preferencialmente por mujeres, en la Europa de postguerra, particularmente en Italia, donde la escasez que sucedió a la segunda guerra todavía flagelaba, y duro, a las capas intermedias, o pequeña burguesía, como gustan llamarla los discípulos de Marx, siempre tan acuciosos con su lenguaje bíblico, que también lo tienen.
En Colombia nos impacta el sonido de tales artefactos que, en la calle, vacíos y repiqueteando, simbolizan la falta de comida, pero también una exigencia al gobierno de turno de que la procure y viabilice para evitar males peores. El golpeteo metálico de tales artefactos en la calle resulta más elocuente que cualquier arenga incendiaria. Pero, como suele suceder con toda novedad que se adopta, o trasplanta, su uso a veces se yerra. Como cuando salieron al parque de El Poblado, el barrio de los ricos, como se le cataloga en Medellín, unas cuantas docenas de señoras muy bien puestas, y visiblemente bien alimentadas, a protestar con cacerolas, supongo que nuevas y, por simple decoro, bañadas en teflón. Las damas en mención, amantes de la buena mesa a no dudarlo, como todas las de su rango (la charcutería francesa, verbigracia) esta vez se quejaban, con el consabido ruido, nadie sabe de qué o por qué, acaso ni ellas mismas. La imitación, o el contagio entre la gente, es fenómeno corriente y entendible, más en circunstancias de efervescencia política como las que hoy nos atraviesan. Pero, en fin, las féminas del caso al menos le agregaron una nota curiosa, o divertida, al trance que se vive y a la incertidumbre reinante en estos días aciagos, que soportamos por cuenta de unos vándalos, o de unos soñadores que creen estar haciendo la revolución social a punta de pedradas o papasbomba.