Parientes que por dinero o por hacer méritos con el poderoso, son un vehículo demasiado frecuente para el abuso. Hay gente que vive de eso, de explotar laboral o sexualmente a menores, sean o no sus hijos.
Cuando aparece en los medios de comunicación la noticia, triste y desconsoladora, del maltrato físico de un niño, de los abusos que llevan a la muerte, se levantan las voces de todos, los que verdaderamente sufren con el anuncio, los que deberían estar ganándose el sueldo que para tal fin les pagamos, los que nombran a los funcionarios responsables y hasta los mismos violadores. Hay mucha hipocresía en este asunto tan urgente de afrontar, no solo castigando al autor del delito, sino yendo más allá, adoptando mecanismos de prevención y protección a los menores, atacando el mal desde el origen mismo.
Aunque las atrocidades de un infanticidio nos conmuevan hasta las lágrimas, hay que detenerse a pensar cuanto hemos contribuido con el sufrimiento de esos seres que deberían estar por encima de cualquier interés, puesto que son el futuro de Colombia. La violencia tiene muchos matices en lo que se refiere a los derechos de los menores. Puede tipificarse con la inducción al sexo precoz y a la prostitución, con el acceso carnal, con castigos físicos que incluyan agresiones, golpes y cualquier otra lesión. Pero aun en el proceso educativo, de buena fe, pueden aparecer acciones y decisiones que interfieren el normal desarrollo del niño.
El estado está llamado, por otra parte, a garantizar la integridad de las personas, sobre todo las que pertenecen a los grupos más vulnerables de la sociedad, entre los cuales sobresalen los menores. Las autoridades oficiales no pueden sin razonamientos clamar por la pena de muerte para los violadores como la única solución al problema. Si, que los encierren de por vida, que los fusilen, pero hay que tener en cuenta que posiblemente sean parte de la cadena interminable de abusos y traumatismos. Un buen gobernante acude a mecanismos de prevención del delito, pues la punición no siempre lo erradica.
Hay muchas violaciones, más de lo que se piensa, que sin llegar al extremo del asesinato marcan de por vida a un jovencito, hombre o mujer, pudiendo afectar sus capacidades de convivir en sociedad. Casi siempre la afrenta viene de alguien cercano, de un familiar, un vecino, de un maestro. Lo más triste es que en algunos casos la misma madre asiste como testigo inerte o como cómplice del abuso. Hay parientes que por dinero o por hacer méritos con el poderoso, son un vehículo demasiado frecuente para el abuso. Hay gente que vive de eso, de explotar laboral o sexualmente a menores, sean o no sus hijos.
Pero tal vez el mayor de los abusos contra un menor es el abandono. Machotes que en busca de ratificación morbosa de su propia virilidad van regando irresponsablemente su semilla, para luego negarle el nombre y el sustento a las criaturas. Son verdadero productores de inopia y mendicidad. Y pueden llegar a ser para muchos modelos que se admiran. De esos violadores están llenos las altas dignidades de la empresa privada y el Estado. Puede ésta ser una de las causas de tanta violencia. El machismo inveterado, la complicidad o el silencio de quienes asisten al abuso, deberían tener, también, castigos ejemplares y el infierno.