|
Luego de una semana de recogimiento, no hay mejor momento para reflexionar sobre nuestro estilo de vida, y las consecuencias que éste trae para nuestra sociedad.
Más allá de nuestras necesidades fisiológicas básicas (respiración, alimentación, descanso, homeostasis, etc.), algunas personas todavía creen que necesitamos acumular cosas para ser felices. Los centros comerciales se han convertido en el destino por excelencia para el entretenimiento humano, mientras los grandes almacenes generan dependencias económicas para las regiones con su movimiento permanente. ¿Alguna vez se ha preguntado de dónde vienen y en dónde terminan tantas cosas que compramos sin necesitarlas?
El sistema de producción y consumo en nuestro planeta empieza por la extracción. Se consiguen los recursos naturales necesarios (minerales, agua, madera, etc.) en cualquier lugar del planeta, y se llevan a los centros de manufactura. Allí, se combinan con productos sintéticos y se invierte energía, para producir desde la ropa hasta los electrodomésticos. Hasta aquí, todo parece ser válido.
Sin embargo, hay dos problemas básicos con este sistema. Primero, es lógico que los recursos naturales disponibles en el mundo no pueden dar abasto para cubrir los ritmos de consumo occidental. Por ejemplo, Estados Unidos con sólo el 5% de la población global usa alrededor del 30% de los recursos del mundo. Claramente, si muchos otros países se ajustan a estos ritmos de consumo –ya hay varios que amenazan con hacerlo, como India y China– los recursos se acabarán mucho más pronto de lo que pensamos. Segundo, las grandes corporaciones del mundo tienen tal poder que son difíciles de regular. De acuerdo con la consultoría Global Trends, de las 150 economías más grandes del mundo, sólo el 41% son países, ¿y el resto? Pues corporaciones. Las degeneraciones que esto produce son variadas, empezando por las condiciones laborales horribles ofrecidas a los trabajadores en los países en vías de desarrollo, y la destrucción de recursos naturales de gran valor, sin compensación alguna. Todo esto, asegurando que se manufacturen tabletas electrónicas, zapatos y relojes a la mayor velocidad y menor costo posible para convencer a los consumidores globales de que los necesitan.
Aunque la propensión a consumir es alta en muchos países (Alemania lidera en Europa, y cada vez aumenta más en algunos países del Golfo Pérsico), Estados Unidos sigue mandando la parada desde los tiempos de Victor Lebow. Este analista teorizaba que la gran economía estadounidense requería hacer del consumo permanente un estilo de vida, para mantener así su robustez. Y es que en serio es difícil comprender los precios en los centros comerciales gringos. ¿Será que algún comprador se pregunta cuánto le pagaron al niño chino que ensambló el producto que tiene en sus manos? ¿Si le ofrecieron seguridad social y salud? ¿Cuánto valió el combustible para llevarlo desde allá hasta el puerto de Róterdam, y desde allí hasta La Florida? Si es un dispositivo electrónico, ¿de donde salió el Coltán y cuanto le pagaron a los campesinos que lo extrajeron? Si este mineral –vital para los celulares y Play Stations– vino desde el Congo, ¿vendrá manchado de sangre?
No hay espacio para abordar el último eslabón de este sistema consumista: las cantidades desorbítales de desechos que se generan inalterablemente. Pero el mensaje es claro, la responsabilidad ciudadana nos obliga –como mínimo– a preguntarnos una y otra vez si realmente necesitamos ese nuevo artículo que pensamos comprar.
Aunque la publicidad insinúe lo contrario y abunden quienes nos critiquen llamándonos “ecocentristas”, vale la pena insistir en estilos de vida más sostenibles. Que bueno cuando entendemos que son más valiosos los parques y los humanos, que los centros comerciales y las corporaciones. ¡No sigamos confundiendo calidad de vida con nivel de consumo!