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Nuestro país se encuentra en una coyuntura crítica, un momento de importancia singular en nuestra historia democrática reciente. De cómo afrontemos esta coyuntura dependerá cómo salimos de ella: más fuertes, unidos y preparados para encarar un futuro esperanzador, o divididos y debilitados y sin un proyecto común”. Así comienza el editorial –que le da el título a esta columna– publicado el 9 de octubre de 2016 en el periódico español El País.
Aunque dicho texto se refiere a la formación de gobierno en España, sus palabras también resultan precisas para reflexionar sobre la situación que afronta Colombia. Nuestro país necesita conversar y superar el temblor –o terremoto– que significó el plebiscito. Nosotros, como ciudadanos, estamos llamados a tomar la palabra y a aprender a escuchar las visiones del otro; a respetar nuestros disensos y a consolidar unos acuerdos mínimos sobre lo que nos une.
Recientemente, en su Facebook, el periodista y escritor Mario Jursich Durán escribía: “Los partidarios del sí creemos tener la superioridad intelectual. Los del no creen tener la superioridad moral. Si queremos tender puentes, debemos empezar reconociendo el terreno que pisamos”. Y la construcción de dichos puentes pasa por soltar las certezas, una de ellas: la de seguirnos creyendo, unos y otros, poseedores de la verdad absoluta o de la única solución posible a los problemas del país.
En lo personal, y reconociendo que mi caso no es particular ni único, tengo algunos amigos de los cuales me he distanciado por causa de las votaciones del plebiscito. No hemos vuelto a conversar. Y ese acto que parece tan privado o insignificante, repercute en la vida pública en tanto construye unas barreras invisibles que nos dividen como personas y que nos aíslan a escenarios donde solo los que pensamos parecido nos podemos reunir a hablar sobre eso que pensamos parecido. Así, manteniendo la polarización, no vamos a lograr nada como país.
Lo confieso, me declaro incrédulo frente a los acercamientos del Gobierno con los sectores políticos que se proclaman como representantes del NO. Aunque una parte de mí anhela equivocarse, sospecho que será muy difícil lograr una renegociación o, por lo menos, definir una ruta a seguir más o menos clara antes de las elecciones presidenciales de 2018.
Sin embargo, sí soy un completo convencido del poder de las conversaciones que podemos tener los ciudadanos; de las posibilidades que existen en el encuentro y el debate público que congregue a diferentes sectores bajo propósitos comunes como el de impedir que las armas vuelvan a usarse como medio de expresión política y que se insista en una solución pronta y negociada del conflicto armado con las guerrillas.
Hace falta, tal y como también se plantea El País en su editorial, que cambiemos la conversación, especialmente la forma en como la estamos desarrollando. No podemos seguir intimidando al otro por pensar diferente –por más diferente que piense– y tampoco servirá de mucho seguir dividiéndonos en buenos y malos o en partidarios radicales de uno u otro político. Si nos apropiáramos de estos principios en nuestras conversaciones ya tendríamos un importante terreno abonado para fomentar la deliberación sana, sin peleas ni agresiones.
Escenarios como “Paz a la calle”, entre otras iniciativas que están fomentando la conversación sobre la construcción de paz, son un caldo de cultivo valioso para la consolidación de pequeños aunque importantes consensos que pueden hacer la diferencia y lograr una incidencia social y política en este momento tan importante.
Necesitamos conversar y necesitamos que ese “Colombia tierra querida…” sea más que un cántico victorioso después de un triunfo de la selección; que sea un compromiso más determinante en la construcción de este territorio al que decimos querer. Nuestro país nos necesita… ¡conversemos!