La eficacia de un texto siempre dependerá de su brevedad, sobre todo en el mundo normativo
Independientemente de quien lleva la delantera en las encuestas, se han exacerbado tanto los ánimos entre los que lo apoyan y los que no, que a estas alturas del proceso de paz, sorteado su principal obstáculo (el desarme) y ya en su fase de implementación, diríase que a ambos bandos en substancia nada los une y todo los separa. La mutua aversión o disparidad es absoluta e insalvable, como nunca la hubo en nuestra historia desde los tiempos de la “Violencia” que enfrentó a liberales y conservadores. Pero, por si no bastara, la agudizó el raro desenlace que tuvo el plebiscito del 2 de octubre, donde una mayoría precaria pero suficiente improbó el acuerdo de La Habana, vaciado en 350 páginas, cuando 30 habrían bastado para consignar lo que se quería decir o callar.
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Descendientes de españoles, al fin y al cabo, herederos de su cultura, o sea proclives al formalismo, no pudimos menos que contentarnos con semejante fárrago que, precisamente por lo copioso, se presta y se prestará a discusiones interminables y a todo tipo de interpretaciones. En política nada es casual o fortuito: en todo subyace una intención más o menos furtiva, sobre todo en las normas jurídicas cuando proliferan y sobran. La trampa está en el cúmulo. Pregúntesele si no a los discípulos de Santander (a quien no en vano apodaban “el hombre de las leyes”) que aquí tanto abundan enmarañándolo todo mientras pontifican. Plaga incurable que nos inocularon nuestros verborreicos antepasados peninsulares sin que nunca hubiéramos podido saber de dónde les vino a ellos o a quién se la heredaron, si a los íberos, a los romanos o a los moros.
Dicho vicio o morbo aquí es tan viejo como el país. Y aún más, si nos remitimos a Cádiz y su plagiada Constitución francófila importada, y a toda esa tradición peninsular de rabuleo que la precedió. Tamaña perversión entonces es crónica en nosotros, prueba de lo cual es el hecho de que en todas las áreas de la legislación tenemos una tal sobrecarga de normas, parágrafos e incisos, que ha sido imposible hilvanarlos o compilarlos en códigos, vale decir, codificarlos. Sin hablar de los inacabables reglamentos para todo y de las normas “procesales”, que sufren la misma suerte: a menudo no se codifican, por no caber en ningún volumen.
Volvamos al acuerdo de La Habana. Su desmesurado tamaño o paginaje contribuye a confundir a la gente, lo cual, como es obvio, favorece a la parte más débil. Pues en toda negociación o armisticio que se emprenda hay una parte más débil que la otra, y aquí lo fue la guerrilla que, si bien no tuvo que rendirse, tampoco es igual a su contraparte, el Estado, ni en fuerza, ni en legitimidad ni en autoridad, por mucho que dichos atributos se le cuestionen a éste. Cualquiera entiende que habiendo confusión o turbiedad en una negociación, la parte más frágil, que sale de su guarida a la superficie, es la que resulta más beneficiada, solo por quedar equiparada a la otra en el trato.
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Respecto a lo menudo y prolijo del documento incorporado a la Carta Magna (así se controvierta cualquiera de sus cláusulas, se alega que ésta no perderá su rango y jerarquía supremas en el ordenamiento y menos podrá abolirse o reformarse a discreción, como cualquier norma ordinaria) convendría recordarle a ciertos exégetas del Derecho muy conformes con el tamaño del acuerdo de marras, que el Tratado de Versalles firmado en 1920 (el más importante de la historia moderna en su género) que le puso fin a la Primera Guerra Mundial, la más cruenta y ruinosa que registran estos tiempos, - solo igualada por la Segunda Guerra, que le siguió 20 años después - constaba ese Tratado, el de Versalles, apenas de unas pocas páginas donde todo pudo resumirse, sin que faltara nada. La eficacia de un texto siempre dependerá de su brevedad, sobre todo en el mundo normativo.