Sobre la novela de detectives

Autor: Memo Ánjel
2 febrero de 2017 - 12:00 AM

Un análisis sobre el género literario, dedicado al médico Emilio Alberto Restrepo y su persistencia en seguir escribiendo novela de detectives, quien presentará su obra Gamberros S.A., el 8 de febrero, en el Auditorio Torre de la Memoria de la Biblioteca Pública Piloto, a las 6:30 p.m. 

Medellín

"Hacen como que me mandan, hago como que obedezco”. Rafael Bernal El complot mongol.

Lo noir y los sustos
El campo de los sustos es muy basto y los franceses lo llamaron noir, de negro, para decir que hay espacios oscuros detrás de los avisos que invitan al consumo, las noticias que juegan con los datos y la gente que sonríe para la foto en una reunión política o en la fiesta de un matrimonio concertado, donde se luce la riqueza, el poder y lo pactado por debajo. Lo noir es un color elegante que destaca la figura, pero también es el matiz de los que siguen a otros, de los que viven del negocio funerario y de los que aparecen al final del túnel para capturar a alguien, embutirle los pies en dos cubos con cemento y, una vez seco el material, tirarlo al río, no sin antes haber conversado con la víctima, amablemente, como en el tango. Hay estilos para hacer que un susto dure.


A Umberto Eco le gustaba lo noir, de hecho sus novelas son negras y detectivescas, en especial El cementerio de Praga, que tiene que ver con las falsificaciones y con la que cierra su ciclo de historia, fundamentado en los tantos sustos: quemar una abadía para que el mundo de la risa no exista, borrar los documentos para reescribir sobre ellos, llegar a una isla donde se está en el pasado, perder la memoria para recuperarla a partir de revistas light, perderse en los laberintos del conocimiento no aceptado y crear un periódico para que la gente opine a través de la mentira. Y en este juego de sustos también entra Adolfo Bioy Casares, con La invención de Morel, esa novela de proyecciones holográficas que Borges dijo que era lo mejor que había leído, pues el personaje era un susto que habitaba la neblina del puerto entre dársenas, barcos oxidados y grúas. Quizás Isidro Parodi hubiera descubierto que un susto está compuesto de muchos sustos y que el susto es, como en el cuadro de Edvard Munch, lo último que nos pasa.

Los detectives de novela
En las especies animales (y nosotros somos una de ellas) hay unos con más olfato que otros: los que atraviesan las estepas y las tundras aguantando hambre y temperaturas desordenadas (como los lobos) y esos que son inciertos y se acomodan en cualquier parte de la ciudad, sea estrecha o amplia, como los gatos, animales que se caracterizan porque no hacen ruido, conviven bien con mujeres que no se sabe si están vivas o muertas y saben de todos los pecados, sin escandalizarse. En esto son superiores a los diablos que, por su condición de castigados, son muy ruidosos. Y si se mezcla un gato con un lobo, lo que generaría un apareamiento demente, obtenemos un detective de novela: un desorden en amores, una especie de paria al que la secretaria (que a veces es amante ocasional) le lava y plancha la ropa, le ordena los libros leídos a medias y le lleva una contabilidad donde los debes son más que las entradas. Esas secretarias de detective, capaces de morder y tragar tornillos para escupir tuercas, tienen una doble virtud: ordenan el desorden continuado y cuando las toca un intruso (pues suelen tener buenos cuerpos), lo miran a los ojos y le indican dónde está el baño, lo que el otro obedece porque, con esa mirada, le han puesto la boca de una pistola entre las cejas. Ellas son un susto y por eso trabajan con el detective, en una pequeña oficina abundante en archivadores, en un cuarto o quinto piso mal iluminado y con una ventana por la que han saltado a la calle los más desesperados. Hay clientes que no son fáciles de tratar. 


Estos detectives, que comienzan (con Poe) en el siglo xix, con un Auguste Dupin  elegante y con ganas de matar el tiempo, que resuelve el caso de un gorila asesino, empiezan a expandirse por la novela negra dando testimonio de lo bajo, que no sólo corresponde a lo lumpen sino también a lo alto. Y eso bajo (lo underground), que tiene que ver con todas las modalidades criminales, se cría en las ciudades industriales y en los puertos, entre los que sobreviven en las callejuelas y los que habitan los mayores lujos, que son un buen espacio para que el pecado engorde. Y ahí está el detective de novela (y el que no), enterándose de asesinatos y gente escondida, asuntos de sexo en el que se incluyen hasta zoofilias, tráfico de drogas locales y traídas del oriente, presencia de esclavos trabajando en restaurantes chinos o de la India, contrabando desmesurado de bienes y de gente, negocios que funcionan y no existen, en fin, en esa pradera de lo bajo, el detective-lobo-gato, está en lo suyo, lo que incluye no creer en la verdad ni en la justicia, porque para él el mundo no es un compuesto de palabras ni de legalidades sino algo que se mueve cuando lo chuzan, que aprovecha más lo malo que lo bueno, que sube y se cae como las acciones en la bolsa (que más que un asunto matemático es cosa de rumores y mentiras). Y en ese espacio de burbujas que explotan en el aire y de aguas turbias que entran y salen por todos los resquicios, el detective de novela enfrenta las desmesuras de la vida triste: la codicia, la envidia y el rencor. Y no es un pesimista sino un cínico que, mentalmente sigue a Diógenes: hace parte del clan de los perros callejeros, que duermen al sol y al agua y, cuando se levantan, se limpian las legañas y salen por ahí para ver qué hay de comer que no haga mucho daño. Y como tienen uno que otro diente flojo, no muerden lo que es muy duro. Son inteligentes.

El género literario
La novela de detectives, como la de aventuras, la histórica, la de espías y la de ciencia ficción, se ha tenido como un género menor, quizá por la manera como usa el lenguaje y propone las situaciones urbanas, siguiendo la premisa de Aristóteles: las cosas son como son, y no de otra manera. Y en esto de que no hay más mundo que en el que vivimos (los nuevos que descubramos se deben parecer a este) y que el desorden es un imperativo nietzscheano que campea aún en las mejores familias y biografías (incluso las inventadas), los detectives de novela cuentan, denuncian, agachan la cabeza, voltean la cara si la corrupción es mucha (como pasa en la Trilogía de Argel de Jasmina Khadra), se aman a las carreras y al final no salvan a nadie (aunque el padre Brown, el personaje de Chesterton lo intente), porque el hecho de vivir tantos juntos y en condiciones tan diversas ya implica desajustes por todos los lados.

El camino de la perdición es grande, es el slogan de los predicadores. Y en este camino que contiene otros que se bifurcan, lo que hace de la novela de detectives un juego de inteligencia, pues hay que unir y desunir, soltar y coger, se muestra la carta de la bajara, lo que se tira, lo que se pierde y gana, lo que se ve y no hay que ver. O que se ve al final y el demonio ya está hecho y salta por todas partes y desde diversas caras y lugares, como pasa en Gamberros S.A., (libro que se presentó esta semana en Medellín), del médico Emilio Restrepo (autor también de Joaquín Tornado) o en las historias de Paco Ignacio Taibo ii y Paul Auster, y en las de tantos escritores norteamericanos, europeos u orientales (Murakami, por ejemplo), vivos y muertos, que alientan el género que, como en lo líquido de Zygmunt Bauman, va por todas partes, infiltrándose y asustando.

Y lo que pasa es lo que pasa. En palabras de Georges Simenon, el escritor belga creador del comisario Jules Maigret, escribir sobre un crimen, por ficticio que sea, ya es descubrir que algo está pasando y al final se descubre para bien o para mal, que todo va de la alegría al susto, como ganarse la lotería. Pero antes hay que caminar por encima de alambres de púas, sogas de ahorcado y ventas de asuntos calientes, con el aplauso de la concurrencia y las injurias de las malas bocas.

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