Una persona sin vergüenza, ignominiosa, es alguien para quien las exigencias de la moral y de la ética son absolutamente irrelevantes.
Hay tantos y tan variados matices de la vergüenza que resulta difícil asumirla como un concepto único. En los países de América Latina una de sus acepciones es la “pena”, muy asociada al concepto de la timidez. Una especie de miedo a ser avergonzado. (me da “pena” o “vergüenza” hablar en público, me da “pena” bailar) Pero el más poderoso de los conceptos es la vergüenza asociada a todo lo que significa la dignidad.
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Las raíces latinas de la vergüenza se encuentran en la palabra “verecundia”, definida como “la turbación del ánimo que se produce por una falta cometida”. Es también, en otras palabras, “el conocimiento consciente del deshonor”
Así, para tener o sentir este tipo de vergüenza, es condición esencial que el individuo tenga un claro concepto del honor. El avergonzado tiene claridad sobre los principios y valores que lo rigen. Es su falta contra esos principios y valores lo que desencadena su vergüenza.
Son sinónimos de vergüenza palabras tales como deshonor, oprobio, ignominia, afrenta, deshonra.
Es particularmente seductora para esta reflexión la palabra ignominia, cuyos orígenes se encuentra en “in nomen”, sin nombre, por lo que se asume la ignominia como la “pérdida del nombre”.
Una persona sin vergüenza, ignominiosa, es alguien para quien las exigencias de la moral y de la ética son absolutamente irrelevantes. Tiene frente a ellas una indiferencia total. Es una persona que carece de tales valores.
Quien procede sin vergüenza, de manera ignominiosa, no considera en absoluto el mal causado.
Y entonces mira usted este país deshilachado y descubre con horror que la desvergüenza lo ha invadido todo, que la ignominia tiene la iniciativa y que el deshonor y la deshonra parecen “convertidas” en virtudes. Es el deshonor y la deshonra aquello que se aplaude.
Esta “cruzada” en defensa de la ignominia tiene múltiples matices: El silencio, la interpretación maniquea de los hechos, el matizar sus desastres con la lógica del efecto colateral, el asumirla como un mal menor, la convocatoria a que no sea denunciada, el llamado a las buenas maneras en la confrontación.
Es toda una conspiración que nos convoca a resignarnos, como si esta maldición fuera un hecho inexorable, nuestro único destino.
En la antigua Roma existió la “damnatio memoriae”, es decir, la maldición de la memoria, considerada como “la medida más extrema para reprobar a los tiranos”. Un castigo ejemplar que hacía que sus nombres fueran borrados de los edificios públicos, que se removieran sus efigies. Desaparecían virtualmente de la vida ciudadana y de la historia.
Aquí – cosa es de volverse locos – los ensalzan, los promueven, los erigen, condecoran, vitorean, aplauden, defienden, exoneran, los disculpan.
Creo, por el contrario, que este espectáculo de humanidad perdida, de deshonra colectiva que debería enfurecernos a todos, no resiste llamados a la calma y la cordura.