Sencillez, modestia frente a grandilocuencia

Autor: Darío Ruiz Gómez
24 julio de 2017 - 12:09 AM

El acuerdo político logrado va permitiendo que este paisaje incautado nos permita calcular la verdadera dimensión de lo que esta clase de violencia logró arrebatarle a nuestra vida

Uno de los pintores que más admiro es Sánchez Cotán, pintor español del siglo XVII uno de los primeros pintores de bodegones y que apartándose del renacentismo, delimitó el espacio real donde aparecen los modestos objetos que acompañan lo que llamamos vida cotidiana. O sea que mientras la grandilocuencia se había apoderado del arte y la literatura, Sánchez Cotán se contentaba con celebrar la materialidad de un cardo, de unas manzanas y limones, de unas aves en el alféizar de una ventana. Mantenerse fuera del griterío de la historia, de los simulacros de la politiquería consiste en, discretamente, ubicarse en la dimensión del espacio sagrado. Por eso el hogar es la construcción de un espacio humano desde donde como recuerda Mircea Eliade se inicia el contacto entre la madre tierra y el universo. Al entrar a una casa que ha sido arrasada por la violencia de los asesinos vemos no ruinas sino la intangible presencia que guardan los objetos rotos, tablas quemadas, la fotografía que aún conserva su marco: la modestia agredida. Lo constaté alguna vez en las cercanías de Caucasia cuando nos detuvimos a observar una casa que había sido reducida a cenizas por la guerrilla: la vida gloriosamente se había impuesto al triunfo de la muerte ya que de la vegetación feraz que rodeaba el sitio brotaba la esperanza de la huída de aquellos moradores salvando sus vidas. Desde la adolescencia y cuando se abrió la vía a la costa al cruzar por aquellos lugares estaba presente el relato de estos ejercicios del mal contra campesinos desvalidos. Desde la cercanía de Valdivia y a lo lejos se veía el poblado de El Aro fijándole un hito a la desmesurada cordillera. Desde hace quince años un mar de sembrados de coca enfrentó a paramilitares y Farc y unos y otros asesinaron sin compasión alguna y a mansalva a familias enteras de raspachines. Los paramilitares quemaron las casas y asesinaron a casi todos sus habitantes en una despiadada toma represiva. Hasta hace poco la hierba había invadido las ruinas y un aire fatigado dominaba para siempre el solitario paraje. Lo que hoy se va percibiendo a medida que esta violencia muta, son los interrogantes que comienzan a hacernos estas tragedias negadas por los relatos oficiales pero que van emergiendo inexorablemente a medida que desaparece la niebla de la mentira y el viajero sin temor alguno, sentado en algún rancho, escucha de labios de los sobrevivientes la verdadera dimensión de una tragedia humana que cíclicamente se ha repetido con diferentes verdugos.

El acuerdo político logrado va permitiendo que este paisaje incautado nos permita calcular la verdadera dimensión de lo que esta clase de violencia logró arrebatarle a nuestra vida cotidiana, la dimensión incalculable de un diabólico juego de guerra donde siempre los pobres pusieron las víctimas. Una mesa de madera cubierta por un plástico, unos pocos platos, unos vasos, unos pocillos, el volumen sorprendentemente hermoso de unas berenjenas, de una yuca, el botijo con la fresca limonada: los ojos verdes de una joven madre que acuna a su hijo bajo el reverbero de la luz del medio día. Dios nunca se ha ido de aquí.

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