Tiene importancia recobrar el sentido genuino de la comunicación por medio de la palabra, hablada y escrita.
¿Qué sucede con la ortografía y con la gramática? No se sabe si es apenas olvido o si es franco desprecio por ellas lo que define el modo de redactar hoy, especialmente en los telegráficos intercambios propios del mundo de las comunicaciones, vertiginoso, informático, asombrosamente volátil y superficial. Alguien comentaba que anteriormente había analfabetismo pero que ahora, en cambio, muchos analfabetos ya cuentan con grados y títulos universitarios. Quizás el lector haya tenido ocasión de sorprenderse ante los violentos atropellos que se suelen cometer en ortografía, puntuación, sintaxis. Con facilidad, uno mismo habrá rodado más de una vez por estos precipicios del deprecio por el idioma...
Quizás esto lo explica la prevalencia de una actitud de asombroso facilismo: quien escribe de modo telegráfico parte de la errónea suposición de que sus ideas serán comprendidas por el interlocutor. En lo posible, incluso, aquellas ideas ya no requieren el uso ordenado del teclado, sustituido hoy por unos universales “emoticones” que parecen bastar para expresar lo alegre y lo triste, lo interesante y lo aburrido, si llueve o si hace calor, si se aplaude o se llora, si se va en avión o en auto, si se está en cine, en un restaurante o en un inmenso centro comercial. Los omnipresentes dibujitos abarcan el espectro de actividades de la mayoría; los “I like” bastan para transmitir a alguien la afinidad emocional con una idea en particular, aunque lo interesante es que la propia idea se disuelve en medio de las imágenes y termina, ahogada por infinitas series de caritas sonrientes o aburridas, en un océano de charlas intrascendentes de las cuales es difícil extraer algo que tenga un sentido o una aspiración de coherencia y de verdadero diálogo.
Hace casi un siglo Ortega y Gasset se refería al hombre masa, a un ente que corre como un autómata presuroso, en medio de la muchedumbre que también corre, ignorando el destino final. Pues el destino final, la meta, a nadie importa.
Quizás en este paradójico deterioro del sentido de la comunicación, cuando parece que nos devolvemos a la economía de las imágenes egipcias, lo que hay es un notable afán por no comunicarse. Por esconderse en los lugares comunes, por ocultar el yo íntimo, por escudarse en el aspecto emocional de algunos tópicos que parecen ser compartidos por muchos, pero que, en realidad, tampoco importan.
También –ahora que se habla de la “post-verdad” existe algo de desprecio por la realidad personal del otro, por la condición humana de cada uno de nosotros, nunca Robinson Crusoe, y siempre seres en el mundo, seres con y para los demás, contingentes, necesitados de los otros. Porque vivir, como lo han recordado grandes pensadores del siglo XX, es vivir en diálogo con los demás.
Tiene importancia recobrar el sentido genuino de la comunicación por medio de la palabra, hablada y escrita. Ello exige cuidado con el aspecto formal del lenguaje. Al tener este cuidado en realidad, estamos velando por el respeto a nuestro interlocutor, quien también necesita y se enriquece de su participación en el diálogo. De lo contrario, corremos el gravísimo riesgo de convertir este mundo en una asociación de fantasmas que se dedican al soliloquio o a la búsqueda de meras emociones primarias compartidas con otros fantasmas. Una aterradora historia de incomunicación, de incomprensiones y de soledades.