Mientras no se corrijan los hondos, impúdicos desequilibrios del mundo rural, no volverán el sosiego y la paz
Volviendo a lo dicho en mi última columna, puedo agregar hoy lo equivocados que andan quienes creen que el tema que habrá de guiar la presente campaña electoral no será lo acordado en La Habana sino el desempleo, la corrupción o cualquier otro que afecte el diario vivir de los colombianos. Nótese, a propósito, que hablo del acuerdo, de lo que lo informa, y no de la paz, pues ambos temas, pese a estar ligados, son bien distintos y no generan por tanto la misma reacción política entre los asociados. El segundo alude a la meta o anhelo que se presume todos compartimos, pues quien no desee la paz sencillamente no razona o discierne sino delira, motivo por el cual su opinión cuenta, pero para los psiquiatras, sus diagnósticos y terapias.
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Lo atinente a los procedimientos, las vías, el modo de aplicar los protocolos suscritos, constituye el meollo del asunto, o sea aquello que nos divide y enfrenta. No es la meta o el ideal supremo de la paz que allí subyace sino las concesiones otorgadas para conseguirla lo que tiene polarizada a la sociedad en dos bandos aparentemente irreconciliables. Los unos estiman que el país salió estafado o lesionado de las negociaciones y de su implementación, todavía en marcha , mientras, según ellos, la guerrilla quedó favorecida en exceso debido a la debilidad del Presidente, a su afán de coronar a tiempo y a toda costa una hazaña que no lograron sus antecesores , desde Belisario hasta Uribe, quien, digamos de paso, también la acariciaba mientras arremetía sin tregua contra los sediciosos. La cual hazaña le mereció el Nobel que tanto lustre le ha dado en el exterior, aunque en Colombia por lo visto no tanto, debido en parte a lo atrás planteado.
La paz (para una nación tan extensa, topográficamente abrupta y socialmente fracturada como la nuestra, sumida en cruento, multifacético conflicto, tan largo que arranca de nuestros orígenes mismos, de antes incluso de haber nacido como nación) esa paz, digo, ha sido hasta hoy -por lo incompleta que resulta en los hechos cada que se concierta- un sueño inalcanzable, pues no olvidemos que si ella no se da completa, si queda alguna fisura o herida sin restañar, vuelve siempre la violencia. La cual se nutre además en inequidades sociales abismales nunca paliadas (como sí las pudieron resolver a través de una reforma agraria democrática pero suficiente, países afines como Méjico, Brasil, Ecuador, Perú, Bolivia y hasta la propia Venezuela prechavista). Pero aquí son tan arcaicas estas inequidades que ya en el siglo dieciocho daban lugar a movilizaciones campesinas tan grandes como la Rebelión de los Comuneros encabezada por José Antonio Galán, que partió de Santander en varias direcciones, una de las cuales recaló en el municipio de Guarne, próximo a Medellín, en el oriente antioqueño.
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Mientras persistan la ancestral desigualdad y el abandono crónico del campo (que el Estado nunca atendió debidamente procurándole vías, empleo y salud en medida mínimamente decorosa) no habrá paz en Colombia. Como no la hay ahora, ni aún habiéndonos arreglado con las Farc y pronto con el Eln, pues siempre quedan reductos alimentados en el desempleo, la trashumancia y el desarraigo a que se ven impelidos los labriegos cuando no se dedican a cultivar la consabida coca, de venta fácil y a buen precio. Y este ingrediente, la coca, que no existía en las continuas guerras y confrontaciones de antaño, hoy marcan la vida social y política en uno u otro sitio de la geografía patria. En la hora actual la concordia y el sosiego son el motor y garantía imprescindibles del progreso de estas sociedades latinoamericanas todavía atrapadas en lo que llamamos Tercer Mundo, sinónimo perfecto de estancamiento e irredención.
En las ciudades hoy pulula la delincuencia y la inseguridad campea. Ello en parte se explica por la incesante migración que provoca la crisis estructural del campo. La fiebre entonces, que no está en las sábanas ni se cura con pañitos de agua tibia, viene de muy adentro. Mientras no se corrijan los hondos, impúdicos desequilibrios del mundo rural, no volverán el sosiego y la paz, por muchos cantos de sirena que entonemos y armisticios que se firmen. Es tan meridiana esa verdad que se demuestra por sí sola.
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