Mi escritura nace del conflicto entre el español como lengua de dominio y el parlache de barrio como forma de liberación
“Si se sienta en un cojín: se le ve Gloria Marín. Si se sienta en un taburete: se le ve Jorge Negrete” Era un malicioso juego verbal de los niños que eran niños hacia el año 43 y reconocían en la pareja de actores mexicanos sus ídolos. La razón era muy sencilla: para entonces los charros llevaban vestidos modestos y su fisonomía se identificaba con la de nuestras gentes de origen popular y sus canciones habían entrado de lleno en la sentimentalidad de las nuevas clases sociales ya que la relación con México se había incrementado a partir de las guerras civiles cuando muchas familias buscaron refugio en Centroamérica y México aparecía como la tierra de la libertad. Ya sabemos de la peregrinación de Barba Jacob pero es necesario recordar la presencia en Mérida de Pelón Santa Marta y Marín donde hicieron escuela hasta el punto de que hoy se reconoce y festeja el Festival del Bambuco. La voz de Guty Cárdenas prolongó lo que Pelón y Marín habían forjado melódicamente. La canción mexicana tuvo el poder de convertirse en los años 40 en la imagen sentimental de un país que truncaría sus sueños de afianzar una sociedad civil, Tito Guizar, Lorenzo Barcelata, Jorge Negrete, fueron las voces de ese fugaz momento del sueño de una democracia. Y es aquí donde me sitúo en las calles de mi barrio en un momento en que la violencia, la industrialización, el auge de la radio y el comienzo de la industria disquera confluyeron con el auge del cine mexicano en la determinación de definir los contenidos, las sentimentalidades de nuestra cultura urbana. “Nosotros los pobres y ustedes los ricos” la película de Ismael Rodríguez vino a aclarar la condición del pobre y la alta muralla que lo separaba de los ricos. Solamente que ahora los pobres hablaban desde su propio lenguaje, desde unos ritos propios que se afirmaron con la aparición de Tin Tan y de Resortes a través de una expresión fundamental: el baile popular. La guaracha, el mambo permitieron la desenfadada afirmación de la cantina, de la calle y a la vez la liberación del cuerpo sometido por los tabúes religiosos: la bailarina o el bailarín a través del frenesí de la música salvaje hacían olvidar su origen social. Ya no era la visión fatalista de Buñuel en Los olvidados sino la gloriosa libertad de quien recuerda que viene del arrabal, y los muchachos decentes nos adentrábamos gracias al baile en aquellos inquietantes recintos donde un tácito código de honor convertía el salón de baile en espacio de inaudita convivencia. Los rostros del pueblo frente al canon de la belleza blanca, reivindicaban su fealdad, su mestizaje: el México urbano pobre nos permitió desde entonces incorporar a nuestra estética los barrios estigmatizados, las músicas vetadas, los dialectos de frontera entre el honor y la delincuencia de los cuales se apropiaron nuestros pachucos transformados en camajanes, las primeras soledades en las esquinas a la busca de un bailecito, el parlache para escapar de la vigilancia del lenguaje. El “giro lingüístico” que ya había iniciado Carrasquilla al incorporar el habla popular. Por lo cual debo admitir que mi escritura nace del conflicto entre el español como lengua de dominio y el parlache de barrio como forma de liberación. Tin Tan y Buitrago contra la Real Academia de la Lengua.