Las escuelas las forman maestros que con sus estilos nos acercan a modelos de ser; sus conceptos disciplinarios se convierten no solo en ejemplos sino, a veces, indeseable.
Cuando padres o tutores eligen para nosotros planteles educativos nos asignan maestros y prefiguran destinos y oportunidades. Las escuelas las forman maestros que con sus estilos nos acercan a modelos de ser; sus conceptos disciplinarios se convierten no solo en ejemplos sino, a veces, indeseable. Tres años de primaria que pasé en la escuela José Félix de Restrepo no estuvieron acompañados de las luces de este destacado intelectual que formó una generación de hombres libres. Su rector, medio energúmeno y asmático, con su actitud inculcaba un desapacible estar en comunidad, sus arengas parecían pequeñas incitaciones a las violencias simbólicas y físicas. Regaños nutridos de agresivos gestos quedaron en mi memoria. Para proteger un árbol de guayabo procedía, pública y regularmente. a impregnarlo con un zoco de escoba de los detritus que extraía de las letrinas. Mis pocos recuerdos de esa institución educativa se detienen en las bofetadas para inculcar el orden, en los azotes de los más díscolos por sus padres, propinados en frente de los compañeros de salón. Mis inicios en el pugilato y mi fama de pequeño matón me la gané a puños en la peleas en la “Manga del Mosco”; no se imaginan muchos maestros de qué alambicada manera las escuelas preparan para difundir la pugnacidad e inculcan el odio como modo de la convivencia.
Experiencia muy diferente tuve al ingresar a la Preparatoria Julio César García, una escuela sencilla pero austeramente organizada con el modelo del ya valioso Liceo Antioqueño, en ese entonces considera algo así como el crisol de la Universidad de Antioquia. En esas instituciones tuve maestros inolvidables que me iniciaron en el amor a la literatura, me inculcaron un respeto por la universidad y el conocimiento que me acompañan durante toda mi vida. Lugar central tenía también en ellas la formación en actitudes cívicas, cuidado del cuerpo y respeto por el maestro como formador del carácter, fraguador de actitudes indelebles frente al saber de las ciencias, la historia y la literatura.
Aún resuenan en mi oído los pasos firmes del maestro de literatura y escritura en esa preparatoria que quedaba al frente de la Plaza de Flores; sus lecciones de caligrafía eran una cariñosa inserción en la disciplina que lleva la mano y el brazo por el sendero de la armonía. La lectura de “Corazón” de Amicis, estimulaba el respeto por valores excelsos que también el romanticismo americano había puesto en el horizonte, el reconocimiento sensible de un mundo al otro lado del océano complementaba de manera sabia e intuitiva la idea de la unidad del planeta. El relato de Marco, el niño que cruza medio mundo, de los Apeninos a Los Andes, en busca de su madre fue una indudable visualización de que las metas que nos trazamos en la infancia tienen la forjadura de naves poderosas para cruzar el tiempo y la geografía.
Entrar al Liceo Antioqueño se convirtió en una aventura feliz en un plantel con una enorme biblioteca, la misma de la universidad; se ponía así en nuestras manos un tesoro invaluable, un horizonte desconocido y exuberante. Nunca pude entender cómo las escuelas mencionadas al comienzo no tenían su propia biblioteca escolar y por ello el Liceo era un privilegio, un paso firme hacia el conocimiento, un escalón sin dobleces ni intrigas en el cual era el valor de los maestros y el poder ascensional de los conocimientos el vehículo para elevar la vida desde la furia ciega hasta la región más transparente de la vida en las disciplinas del espíritu.