Las gracias del fútbol de potrero

Autor: Reinaldo Spitaletta
29 octubre de 2017 - 02:00 PM

Encuentro con Borocotó, literatura de gambetas y el sueño del pibe

“No jugó pelota”, le dice la señora que, desde el segundo piso, le ha tirado una bolsita al celador, que no la atrapa y cae sobre la acera. Es posible que algunas estrellas del fútbol de hoy, a veces más dedicadas al lucimiento personal, a los peinados y tatuajes, a las poses de modelo, no hayan tenido la experiencia sinigual de jugar en un potrero (o mangas, que llaman por estas geografías arriscadas). No hayan “jugado pelota”.

—Parece un equipo de barrio — se oye decir, en ciertas transmisiones de partidos de fútbol, en forma despectiva, y quizá sin saber cómo los partidos de barrio tenían (quizá, ahora ya no tanto, porque los barrios también se están acabando) ingredientes líricos, de poesía sin pretensiones, de fantasías y creatividad, pero, sobre todo, de pundonor y abundantes ganas de jugar.

En las canchas de viejos barrios tal vez no faltaba el futbolista perezoso, holgazán, desganado. Pero un “picado” futbolero tenía elementos de fascinación. Más allá del grito y del despliegue físico, estaban las jugadas de maravilla, las que hacían rabiar al rival (o provocar un patadón o un codazo) y suspirar de emoción a los coequiperos. Quién que sea romántico y haya disputado cotejos en las desaparecidas “mangas” urbanas o suburbanas no sabrá del encanto que propiciaba un partido, cuyas aspiraciones máximas eran las de la diversión y las demostraciones de técnica y talento.

La sazón —o el picante— comenzaba desde el desplazamiento al potrero. Un grupo de muchachos, balón en mano, o pasándolo de un lado a otro, con maniobras de “tecniqueo” y florituras, gozaba antes de llegar a la sagrada manga con porterías improvisadas, a veces de caña o guadua, o de piedras delimitadoras, un estadio de imaginaciones y venturosas jugadas. Sí, claro, no faltaba el “güevero”, aquel que, “solo en grima”, se quedaba a la espera, frente al arquero contrario, a ver si pescaba una ocasión de gol. Y había el que daba espectáculo, el que quebraba la cintura a los rivales, gambeta por aquí, regate por allá. Y el fútbol se sentía, se vivía como una experiencia mística, o como una suerte de nirvana, con éxtasis y otras dichas.

Sí, es cierto. No todos eran buenos en la faena. Estaba el gordito lento. Y aquel que recibía la pelota y no sabía qué hacer con ella. Se deshacía rápido, como si estuviera encartado. Pero, para matizar, o equilibrar, estaban los inspirados, los creadores y artistas, los que amasaban el cuero y lo ponían a circular. Y los que, con una clase sin par, hacían goles imposibles. El fútbol de barrio era la práctica de una poética. O, si se mira de otra manera, de una filosofía urbana, en la que había pensadores de potrero, con boñiga incluida.

El fútbol, que, como lo dijo Dante Panzeri, es la “dinámica de lo impensado” (así se titula su célebre libro), tiene o tenía en la barriada, la esencia de lo que se hace con pasión, sin esperar retribuciones distintas a la satisfacción de estar en una especie de cielo durante el tiempo mítico de un partido. El futbol de potrero es el ejercicio de las invenciones, del deleite sin límites, en el que, como advertían con cierta inocencia los niños de Calella de la Costa, que le sirven de epígrafe al libro El fútbol a sol y sombra, de Eduardo Galeano: “ganamos, perdimos, igual nos divertimos”.

Pero el fútbol de barrio, el de las mangas (algunas tenían nombre: la del Mosco, la Manga Elena, la Amarilla, la del Ahorcado…), no es tan ingenuo. En su práctica también se aprenden las malicias, las astucias para dar con sutileza una “caricia” al contrincante, y se va creciendo en la dimensión del carácter. Sí, el barrio y su futbolería contribuyen a la formación de personalidad. Y a sentir con énfasis las explosiones de adrenalina y las ganas de sudar y entregarlo todo por una disputa (y una divisa cuasi irreal) que todavía está libre de otras contaminaciones.

Tal vez, hoy, algunos jugadores profesionales a los que se les califica de “pechifríos”, carezcan en su currículum de las maravillas de las confrontaciones en canchas de barrio. En las que, además, se aprenden regates, ciertas picardías, la magia de aquello que, en los cincuentas y sesentas, un argentino que se inició en el Boca Juniors, puso en boga: “la toco y me voy”, como si se tratara de una pilatuna callejera. Se llama Luis Pentrelli y ya debe frisar por los ochenta y cinco abriles.

En esa práctica de lo impensado en la barriada, se puede aprender, como bien lo diría Albert Camus, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres. “Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”, dijo el autor de La peste y La caída.

En las extinguidas mangas de ciudad, cuando la pelota echaba a rodar, el mundo se llenaba de luces celestiales y de alegrías sin límite. Era el auténtico ejercicio de la libertad. Así que el mirado y calificado por algunos “periodistas” deportivos, con cierto desdén, el “fútbol de barrio”, tiene (o tenía) exuberantes gracias y faenas de júbilo. Era parte de la denominada educación sentimental y de la sociabilidad.

El célebre cronista uruguayo (pero cuyo ejercicio lo hizo todo en la Argentina) Ricardo Lorenzo (1902-1964), más conocido como Borocotó, decía en alguno de sus escritos, la mayoría de ellos para la famosa revista El Gráfico: “En Inglaterra los pibes aprenden a jugar al fútbol cuando van al colegio; acá, cuando no van”. Sí, la calle, el potrero, la manga, como un escenario de pedagogías, de aprendizajes para la vida y, claro, para la “futboliada”.

Borocotó (cuyo sobrenombre onomatopéyico procedía de los toques de tambor de las murgas de su natal Montevideo: “boro-cotó-chas-chás), un narrador de infancias marginales y sencillas, escribió, entre otros (además era guionista cinematográfico y escritor), el libro En el área del potrero, con las vivencias del fútbol de muchachitos sin fortuna, inventores de jugadas, imaginadores de ficción callejera con una pelota de trapo y unas ansias inmensas de paradas ingeniosas. Y, como lo harían después en el tango, no faltaron en sus notas las ensoñaciones de los pibes que aspiraban a llegar a la primera. “Gambeteando a todos se enfrentó al arquero y con fuerte tiro quebró el marcador”.

El barrio tiene, desde luego, asuntos censurables, en el fútbol y en otros ámbitos, como bien lo dijo el escritor y periodista Osvaldo Soriano, pero es una escuela, como bien podría serlo el café (¡oh, Discépolo!) o la esquina. Y en sus encuentros o “picados” había una manera de ser, de vivir, de sentir, de soñar. Ahí, con improvisaciones como de jazz, salía el muchacho de la jugada imprevista y el del que nadie sabía por cuál lado se iba a escurrir, mientras el balón andaba por otro.

En aquellos “mangones”, en los que, a veces, había que alternar con vacas y caballos, hubo despliegues de sabiondeces, de provocaciones, de ganas de jugar bien. Y más, por ejemplo, si estaba en juego la dignidad del barrio, en partidazos que exponían más allá de los cánones del bien jugar, los amores por lo que en rigor es una de las patrias (con la casa, con la infancia) del hombre urbano. Un barrio contra otro sí era una variante de la epopeya.

El potrero graduaba en sentimientos, en artes de gambeta, en solidaridades. Te la doy, me la das. Y solo allí era posible la reencarnación de paradigmas, de figuras que ya habían alcanzado la gloria de la “primera”, de imitar un amague, de patear a lo Mario Boyé (ídolo del Boca) y “tener más tiro que el gran Bernabé” (otra vez el tango).

Así que hay una desproporción cuando algún comentarista, sin mucho fondo, dice que “parece un equipo de barrio” para referirse de modo peyorativo a oncenos que están jugando mal o con abulia. Al contrario, lo que se ve en muchos casos es que esos futbolistas aburguesados carecieron de la escuela infinita en enseñanzas que es la barriada, con sus mangas y sorpresas en las improvisadas canchas.

En el barrio se aprende (o se aprendía), como lo dijo Roberto Fontanarrosa, a saber que “hay partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar”. En la manga, en el potrero, se alcanzan, a lo kínder, las primeras y definitivas letras del fútbol como un tejido de dichas (ah, sí, de desdichas también) que dejan una impronta en la existencia.

Sucede que hay futbolistas profesionales (e incluso comentaristas deportivos) que quizá, como el celador del principio, no “jugaron pelota”. Y esa carencia deja un vacío imposible de llenar.

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