La nostalgia de Male Correa

Autor: Daniel Grajales Tabares
26 febrero de 2017 - 06:00 PM

Esta creadora reflexiona sobre el pasado, conecta su obra con su historia familiar y presenta matices de la Medellín de Guayaquil, la del tango y el arrabal.

Medellín, Antioquia

Fue detrás del closet de su madre, en esa intimidad silenciosa y femenina que quiere esconder lo que duele o se anhela, donde Male Correa encontró la foto que por fin le daba una figura humana a ese hombre que había imaginado por varios años: su padre. 
La artista sólo sabía que su padre se había ido, que esa figura paterna era una incertidumbre de sueños, una ausencia presentada por lo que las palabras podían contar. 
Sí, la foto del carné, una pequeña y con poca información, con solo el rostro, respondía preguntas de un abandono largo, que terminaría a sus 23 años, cuando podría saber que su papá, un exalcohólico, estaba vivo y podría conocerlo. Y fue precisamente esa imagen la que la creadora, nacida en Bogotá, en 1967, quien desde los seis meses vive en Medellín, usó para crear series como Un señor es mi papá, en la que el mismo rostro se repite tres veces. Es un tríptico doble en el que los cuerpos cambian, como si armara el hombre que imaginaba, porque con claridad no sabía pintarlo tan solo una vez. 
Correa, quien estudió Diseño Gráfico en la Universidad Pontificia Bolivariana (1989), con trabajo de grado dirigido por los maestros José Antonio Suárez y Ángela María Restrepo, ha sido ilustradora y profesora en varias universidades de la ciudad. Estudió pintura con el Maestro Luis Fernando Escobar, viajó a Cuba para estudiar con el maestro Antonio Martorell, desde 2002 estudia grabado en El Taller de Grabado La Estampa en Medellín. Ahora cursa dibujo con el Maestro Óscar Jaramillo, porque cree que, como en el deporte, en el arte se requiere práctica y disciplina.

¿Podría afirmarse que es la ciudad, Medellín, un tema recurrente en su producción?
Yo fui profesora universitaria, de Diseño Gráfico, y les insistía mucho a los estudiantes en que un diseñador se tiene que alimentar, y una forma de hacerlo es visitar la ciudad. Los jóvenes no conocen la ciudad, recuerdo que alguna vez en el examen de admisión le preguntamos a uno ¿cuál es el sitio de Medellín que más le gusta?, y respondió: ‘Rionegro’. Persistía en que recorrieran la ciudad, en que la vivieran. 
Siempre he tenido una fascinación por el Centro de Medellín. Tal vez por enseñanza de mi madre, que nos inculcó que debíamos disfrutar y apreciar las cosas simples. No éramos una familia rica, entonces, el plan de domingo era que, como vivíamos en la carrera 70, y por ahí pasaba una buseta de Santra que paraba en toda la puerta de la casa, nos subíamos, dábamos la vuelta entera de esa ruta, y volvíamos a bajarnos en la casa. Era un súper plan. Creo que de ahí viene ese gusto por lo simple, por descubrir belleza donde otros no la ven. Siempre he estado muy vinculada al Centro, disfrutándolo. 

¿Cómo llegó a ese universo que pintó en sus series Guayaco por dentro, Cobijos y Necesidades básicas?
Manuel Mejía Vallejo ha sido un referente para mí importantísimo, inclusive ahora estoy releyendo Aire de tango y soy bailarina de tango, los lunes visito el Salón Málaga y allá me siento a leer y escribir. Es muy importante para mi obra. 
Los hospedajes fueron lo primero que abordé. Me tocaba rogar mucho para que me dejaran entrar. Yo les echaría la culpa un poco a los periodistas, porque iban y les decían a los dueños de esos lugares que querían conocer, entonces ellos les abrían las puertas y sacaban unos reportajes sobre la ‘parahotelería’, sobre sus miserias, y ellos se sentían traicionados. También era porque en esos hoteles había cosas ilícitas, porque había droga y prostitución.
Les rogaba hasta que se cansaban y me dejaban entrar. Allá me encontré con unas familias divinas, muy especiales, familias de desconocidos, porque llegaban a vivir personas que venían del campo sin sitio, también drogadictos, alcohólicos que echaban de sus casas y ubicaban en estos espacios un lugar para vivir, o gente que no tiene a dónde llegar y paga por una pieza, por horas o por una noche. Con el tiempo ya llegaba a preguntar por La Mona o por don fulanito. Ese se volvió un tema de interés, porque podía descubrir un mundo que no estaba a la vista de todos. En lo plástico, me parece de una gran belleza visual, de una riqueza increíble, de un gran colorido. 
Hice de los hospedajes unas obras casi documentales, no les cambié nada: el piso es así con una parte partida, el mugre de la puerta, el cuadro. Todo me parece muy bello, porque tiene un sentido de identidad, yo iba allá y me reconocía en la casa del pueblo, en la casa de la abuela, sentía que de allá venía. 

En el Encuentro Internacional de Arte de Medellín MDE07, Adolfo Bernal tiró desde una avioneta una serie de papelitos con la frase ‘The end’. Ese día me levanté consciente de que él iba a tirar esos papeles, pero estaba muy ocupada y no le paré bolas a eso. A las 7:00 p.m., yo llegué a mi casa, vivía en un piso 15 y en la puerta, en ese edificio, estaba el papel que había tirado Adolfo, por algún rincón se había metido y había llegado a mi casa. Él se murió un tiempo después, esa obra sí que fue una despedida. 
Los maestros y los amores ejercen influencias inevitables. Creo que desde la admiración puede haber algo de influencia de Adolfo Bernal en mi obra. Hay coincidencias: a los dos nos gusta el texto, los dos escribimos poesía, fuimos profesores juntos, compartimos muchas ideas, hicimos proyectos con los estudiantes. Claro, tiene que haber algún rastro. 

¿Qué le permiten las palabras, los textos, a su propuesta estética, visual?
¿Por qué la palabra si tengo la imagen?, porque tengo una fascinación con el texto. Soy diseñadora gráfica, la letra para mí es un gráfico, tiene dos elementos: el significado y el significante. El texto es muy poderoso. 

 ¿Podemos decir entonces que la nostalgia es un rasgo de Male Correa, que es un hilo conductor de sus creaciones?
Sí, la nostalgia es un sello característico de mi obra. Viene desde mi personalidad, soy muy dada a la nostalgia, a recorrer el pasado, a tratar de no olvidar, a encariñarme con lo que pasó. Casi toda mi obra habla de memoria, de memoria de la ciudad, de memoria del padre, de infancia. 

¿Le llegó el arte como una posibilidad de hacer catarsis de su relación con el padre?
Total. En alguna exposición, una señora que fue a verla, una psicoanalista, se acercó y me dijo: ‘no, mija, usted ya no necesita invertir dinero en psicoanalista’, y sí, así lo creo. 
El arte te permite expresarte y decir cosas que a veces son más difíciles de decir por otros medios. Mi obra me permitió hacerlo. A mí no se me quedó nada por decir, ni por decirle a mi papá. Cuando él se murió, yo decidí que iba a hacer obra con todo lo que había sucedido, porque era una necesidad personal. 
Inicialmente, yo estaba preocupada porque fuera algo tan íntimo que no le interesara a nadie más, pero luego me di cuenta de que mi historia se repite, que otros la habían vivido y más en esta ciudad, no soy la primera que tiene un papá desconocido. 

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