La ciudad inacabada

Autor: Darío Ruiz Gómez
27 agosto de 2018 - 02:05 AM

Son los usuarios quienes van concediéndole sentido a ese espacio donde la destrucción causó mucho estropicio dejando al descubierto feas culatas

Nada peor que la costumbre de no terminar nunca una obra pública. Ese muro a medio construir, informe ya, vejado por el agua y el polvo no es otra cosa, como solían decir nuestras madres, que una ofensiva muestra de dejadez, de nuestra incapacidad para terminar aquello que iría a resolver un problema de la ciudad. Durante los años que se interrumpió la construcción del metro el viaducto leproso se convirtió en la presencia de la incapacidad de nuestros gobernantes para terminar una obra que iría a modificar la vida de los habitantes de la ciudad, la noción de transporte tal como realmente sucedió cuando por fin fue inaugurado. Ese intervalo sirvió para que se descorrieran los velos sobre lo que fue un turbio negocio con nombres y apellidos conocidos y los cuales dejaron a la ciudad embarcada en el pago de una gran deuda mientras los autores nunca fueron juzgados. Si uno recorre hoy el trayecto del tranvía se da cuenta de que el daño causado por la ignorancia de los “planificadores y diseñadores” de lo que tendría que haber sido una bella avenida con un amoblamiento acorde con los hitos reivindicados por el recorrido, por las visuales del paisaje de montañas, podría haber sido peor y son los usuarios quienes van concediéndole sentido a ese espacio donde la destrucción causó mucho estropicio dejando al descubierto feas culatas, desconociendo el valor agregado que suponía para el los recorridos la presencia de esa arquitectura de anónimos autores cuyo valor en cualquier ciudad no ha dejado de recalcar Rem Koolhas: La ciudad anónima que no fue hecha por arquitectos y que ya estaba ahí. Los trabajos de urgencia hechos por una burocracia incapaz de leer el palimpsesto de la ciudad causan esta desazón ante una intervención urbana hechiza: recuerdo las seis casas del más puro estilo de los años 40 ejemplo de una arquitectura integrada a la calle con un gran valor estético. Lo curioso es que San Francisco celosamente conservó este mismo tipo de arquitectura que hoy explota como una plusvalía cultural, mientras aquí la ignorancia la destruyó.

 

Lea: Nuevas vías, malos ensanches

 

Y esas casas Decó de los años 40 definieron los alrededores de la calle Pichincha y San Juan y la escala del barrio El Salvador. ¿Cómo hacerle entender a un burócrata que la escala de la arquitectura de un barrio, de sus callejuelas definidas por su adaptación al terreno debe ser conservada como una referencia visual que es a la vez un verdadero patrimonio? En Medellín la articulación de las distintas vías, tal como se hace en cualquier ciudad civilizada, se debió seguir estableciendo a través de las aceras, pero es aquí donde constatamos la despiadada manera en que por dejadez se está llevando a la ciudad al colapso al negar a sus habitantes el derecho a caminar. Y cada vez nuestros burócratas desconocen al peatón, la importancia de una bella calzada – la acera es un reto de diseño urbano- como la más rotunda manera de afianzar el intercambio social. En los barrios pobres no hay aceras. Fracasa una ciudad cuando es incapaz de resolver sus problemas de movilidad, aumento de población y sobre todo incapacidad de crear nuevos espacios simbólicos y de preservar ese capital que es la bondad y la confianza de las gentes, valores intangibles más importantes que los “grandes proyectos”. La acera articula la ciudad pues la ciudad que no puede caminarse no existe. Hoy la gente grita, vive asustada, enloquecida. La ciudad es una trampa mortal. Otro contrato: que pasen las bicicletas.

 

Vea también: En recuerdo de una calle

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