Al rico epulón se le vació la bolsa con la caída de los precios del petróleo y fue entonces cuando nuestros redentores de aquí enmudecieron de repente
La nuestra es una izquierda multicolor, que alberga matices y tendencias de diversa textura y tonalidades. Duras o blandas, según sea su fuente doctrinaria. Y digo doctrinaria, porque nuestros izquierdosos, asaz primarios, no tienen ideologías sino doctrinas y credos. A sus agrupaciones hay que distinguirlas por sus objetivos, maximalistas los unos, moderados hasta donde se pueda, los otros. Sus métodos de acción política, o lo que suele llamarse “formas de lucha”, cuándo y cómo se combinan y en qué medida, dependen de la línea que se hayan trazado. Mas pese a la variedad de enfoques frente a la problemática interna del país, en otros asuntos también cruciales como la visión que se tiene del mundo exterior, hay posturas comunes y casi que un mismo lenguaje. Verbigracia, la infaltable condena al imperialismo yanqui (jamás al soviético o chino de otrora), a la injerencia gringa en el solar latinoamericano y a los tratados de libre comercio, como el que se tiene con Colombia. Que, a propósito, se reputa desventajoso para nosotros sin haberlo estudiado ni medido sus pros y contras.
Otro ejemplo: su apoyo sin reservas, el de la izquierda criolla, a la satrapía venezolana, de cuyo desolador balance jamás se habla, hasta hace unos días al menos. Ni de las tropelías cometidas contra la oposición, con su repetido saldo de muertos a manos del ejército, y que el mundo no registraba desde los tiempos de Budapest, Praga, Camboya y la Plaza Tiananmén. Tropelías en Venezuela que aquí se ocultan pudorosamente. Y de las que no hablaron jamás ni nuestras guerrillas (por lo común fundamentalistas, dogmáticas, casi momificadas y que nunca se apartaron de su credo hermético) ni Petro y sus afines, que apenas hasta ayer callaban. Nunca conocí un pronunciamiento suyo, ni del Polo o sus candidatos y excandidatos presidenciales, ni de las ONG que se ocupan de los derechos humanos, condenando las masacres perpetradas por la Fuerza Pública y sus cómplices en las calles de Caracas, y justificadas luego por el presidente. Ese silencio clama al cielo y por la cobarde, taimada, cautela que entraña, ofende el principio básico de la ecuanimidad que rige el ejercicio de la política. Principio del cual deriva la tan cacareada y escasamente practicada “autocrítica”, que no debe faltar para que la crítica que se ejerza sea válida y creíble.
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Acaban pues los líderes más ruidosos de la izquierda criolla obrando como los peores maniqueos del momento, siempre viendo la paja en el ojo ajeno más no la viga en el propio. Hasta ayer Petro y demás proclamaban su adhesión a Chávez y Maduro continuamente y sin tapujos. En aquellos episodios infames, en que allá se hacía gala de anticolombianismo, como cuando Maduro violando toda norma expulsó a miles de compatriotas nuestros, que atravesaron la frontera con sus bártulos a cuestas, estos inefables personajes guardaron silencio. Lo cual era de esperarse, pues a menudo contaron con la ayuda del chavismo, en la época en que éste a su manera conquistaba adhesiones por doquiera.
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Mas la destorcida que siempre sigue a las bonanzas no tardó en llegarle a Venezuela. Al rico epulón se le vació la bolsa con la caída de los precios del petróleo y fue entonces cuando nuestros redentores de aquí enmudecieron de repente y dejaron de mostrarse tan abnegada, desinteresadamente solidarios con el chavismo. La metamorfosis se dio en estos meses en que las elecciones se nos aproximan en Colombia. Pero este es otro capítulo, alusivo a las flaquezas humanas, que en política se traducen en aquello que llamamos “oportunismo”, una de cuyas más frecuentes manifestaciones es precisamente la retractación a tiempo (u oportuna) de un discurso que de pronto resulta contraproducente, poco rentable sostener. Tema del cual, por falta de espacio hoy, si el paciente y acucioso lector nos lo permite, hablaremos el próximo domingo.
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