En esta noche de luna y de recuerdos

Autor: Reinaldo Spitaletta
6 marzo de 2017 - 11:00 AM

Un tango luminoso con brujas sobre escobas de neón.

Medellín

Que un tango le propine a uno un golpe de sentimentalidad y lo ponga en plena adolescencia, edad en la que no hay pasado, ni memoria de alguna pena de amor o de un desprendimiento de corazón herido, digo que un tango te refriegue el alma y te encamine a cavilar sobre lo poético, sin saberse entonces cuáles eran las esencias de tal categoría, sí es una rareza. Una extemporaneidad. Porque el tango, se ha dicho y comprobado, bueno, sobre todo el tango-canción, es para aquellos que son dueños de un repertorio amplio de recuerdos y desazones existenciales.

Me pasó en la pubertad —que no es edad de tango— cuando en algún piano de bar, o quizá en una emisora, escuché: “acércate a mí y oirás mi corazón contento latir como un brujo reloj…”, que me fue desnivelando la sesera y despertándome la atención por palabras que sonaban con eufonía y tenían un misterio que no me podía explicar: “la noche es azul, convida a soñar, ya el cielo ha encendido su faro mejor”.

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¡Huy!, en esta cara de la luna, metáfora luminosa, mejor dicho, en esta parte de la interpretación, creo que era Alfredo Rojas con la orquesta de José García y sus Zorros Grises (eso lo supe después), sentía luz plateada en los bolsillos de atrás, en los cuadernos de colegio, en esa ensoñación que me producía aquello de “el cielo ha encendido su faro mejor”. Tremendo verso. Deseaba entonces la noche, porque traía en sus lomos oscuros no solo luciérnagas (ah, claro, mamá cantaba, y ya ese acto, en rigor, era un recuerdo infantil con luciérnagas curiosas) sino una luna de barrio, la que, cuando se paseaba de calle en calle, nos permitía jugar fútbol en la nocturnidad.


Había una convocación a los arcanos de la noche y uno imaginaba vuelos de brujas enamoradizas con escobas de neón. Después se decía “si un beso te doy, pecado no ha de ser; culpable es la noche que incita a querer”. Era (es)  un tango con claroscuros, con sugerencias de caricias e invitaciones a alguna aventura iniciática: “me tienta el amor, acércate ya, que el credo de un sueño nos revivirá”. Canciones oníricas si las hay, esta es una de ellas.


Y de pronto, había una transición, o, más que este efecto, un salto, un cambio de clima: “corre, corre barcarola, por mi río de ilusión. Que en el canto de las olas surgirá mi confesión”; y a veces, en particular la palabra barcarola, me volvía a canciones domésticas, en el caso concreto de unas que interpretaba mamá mientras cocinaba el desayuno o cuando se estaba tomando un café cantante. Eran músicas de mares de otros mapas con marineros y naufragios, como una que relataba cómo “la mar brava” se tragó a unos navegantes que iban cargados de ron, rumbo a Nueva York.


Después, el tango con su armonía tornaba por sus cauces, serenaba el espíritu y comunicaba experiencias distintas. Uno se sentía arrobado, quizá como si la noche tuviera nuevas modos de la seducción: “soy una estrella en el mar que hoy detiene su andar para hundirse en tus ojos. Y en el embrujo de tus labios muy rojos, por llegar a tu alma mi destino daré”. Y aquí, en este punto, me imaginaba muchachas con cuerpos de sirena, y no sé por qué aparecían en el aire bocas flotantes y ojos de constelaciones. Embriaguez de palabras. Eso sentía. 
Y lo que venía era todavía más contundente, como si se tratara de una inevitabilidad: “soy una estrella en el mar, que se pierde al azar sin amor ni fortuna. Y en los abismos de esta noche de luna, solo quiero vivir de rodilla a tus pies para amarte y morir”. Era una declaración categórica, sin reversa, una especie de desafío que no se podía eludir.


Uno quería, tal vez en una representación de muchachas imaginarias con caritas de luna, mientras escuchaba el incesante tictac de un “brujo reloj”, encender un fuego, el fuego mejor bajo un cielo de estrellas, para ir entrenando el amor que tardaba. Y el tango seguía ahí, tocándonos con sus fascinaciones. Enamorándonos con su poder de seducción en la melodía y en las palabras.


Quizá uno estaba ya curtido en lunas. Porque en casa, en la que casi siempre una voz femenina nos despertaba con recitaciones de Rubén Darío y José Asunción Silva, con Nocturnos de sombras largas y claros clarines, había un poema que invocaba a la luna: “Ya del oriente en el confín profundo / la luna aparta el nebuloso velo…”, de Diego Fallón, un poeta decimonónico colombiano. “¡Cuán bella, oh luna, a lo alto del espacio / por el turquí del éter lenta subes…”, decía.


El tiempo, otro material (o insumo) de tango, pasó. Y llegaron en gramolas y radios otras versiones de esta pieza (compuesta en 1943 por José García y Héctor Marcó), como la cantada por Jorge Maciel con Osvaldo Pugliese, y la de Carlitos Roldán con el acompañamiento de Francisco Canaro. Esta noche de luna es un tango con extrañas vibraciones que desde días (o noches) de hace años nos persigue y nos encuentra de vez en cuando para mostrarnos que en el cielo de la nostalgia hay siempre un faro mejor para iluminarnos la memoria. 

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