El nacimiento serrano

Autor: Álvaro González Uribe
23 diciembre de 2016 - 12:00 AM

Álvaro González-Uribe comparte con los lectores de Palabra&Obra este cuento de Navidad.

Según las escrituras, aquella noche de Navidad en lo alto de la Sierra ocurriría un nacimiento que salvaría a la humanidad agobiada y doliente. Francisco el Hombre días antes había estado cantando la noticia en el pueblo. Sin embargo, en la región tan sólo creía en la buena nueva el hijo de Rafael Calixto.
Se trataba de José Pastor, un inquieto y soñador niño de 13 años que amaba la vida, todas las vidas, pese a que las muertes tempranas lo habían rodeado desde muy pequeño. Su mayor satisfacción era ir todos los días de madrugada, entre los trinos de los turpiales, a buscar algo del escaso pasto que aún se resistía a morir, para alimentar las dos cabras y el buey de su padre. “Vida por vida para más vida sobre la muerte”, era su precoz pensamiento recurrente.
El niño, muchacho mejor, era “dueño” de Donaldo, un burro color marrón herencia de su padrino, el pintor Jaime Molina, recordado y dolido inseparable de su padre cuando este quedó sin Jaime y aquel sin Rafael. Más por verdadero gusto que por las soledades en donde vivía, Donaldo era su único amigo y confidente, y José Pastor gozaba cuando, medio alimentándose y medio jugando, el animal arrancaba de a poco y torpemente manojos de las tercas malezas que se aferraban a la tierra seca y apretada, mientras se esforzaba por cuidarse de los cardonales.
Las ropas de noche puestas, el viejo acordeón y los cuatro animales eran lo único que habían podido salvar cuando de prisa fueron obligados a abandonar su casa sabanera bajo los cañaguates entre el Valle de Upar y la Sierra Nevada de Santa Marta, ante la arremetida violenta de dos grupos que se disputaban la zona, uno comandado por alias herodes y otro por alias romano. Huyeron hacia la cara nororiental de la Sierra, en donde la buena seño Matildelina, hermana de su abuela, la Vieja Sara, les arrendó un pequeño rancho por muy poco dinero.
Algunos aún llamaban “Sierranevada” a la gran montaña, pese a que desde hacía 20 años su penacho de nieves se había derretido por completo, provocando a su vez la muerte de los 36 ríos que otrora bajaban derramando vida por los tres costados de la inmensa mole.
El desierto de La Guajira, situado al oriente, poco a poco se había ido trepando por la montaña tiñéndola de amarillos y ocres, subió a la cima, bajó por el costado occidental, se bebió la Ciénaga Grande y continuó su explayada ruta hasta confines desconocidos. Los pagamentos y esfuerzos de los indígenas descendientes de los tayronas habían sido inútiles, y sus lágrimas de pena era lo único que corría raudo por allí, contando miles de kilómetros alrededor. Incluso, se afirmaba que era igual en todo el planeta.
Aquel 24 de diciembre no hubo clases en la escuela Celedón, y José Pastor se levantó temprano con el propósito de subir muy arriba, casi hasta donde por milenios durmieron plácidas las nieves de la montaña, sitio en el cual ocurriría el nacimiento según el canto que Francisco el Hombre expandía de pueblo en pueblo en su bello ejercicio de juglar.
Montado sobre el lomo de Donaldo, José Pastor tomó la mejor ruta para ascender al lugar: un solitario sendero apenas demarcado por algunas rocas. Llevaba una manta y dos pimpinas de agua atadas a la grupa de su leal amigo que con decisión avanzaba paso a paso hacia la cima; iba feliz, silbando una vieja canción de su abuelo, Alejo Durán.
Anduvieron hasta mediodía cuando pararon a descansar al costado del lecho seco de un río ya muy lejano en el tiempo. José Pastor reconoció el lugar porque una vez de paseo su madre le contó que allí mismo en ese cristal roto el compadre Leandro Díaz sacaba fuerzas para cantar a la seño Matildelina, el gran amor de su vida. Era la época en que el río descendía cargado de diáfana nieve derretida urgente hacia el mar Caribe.
-Ya el paisaje no da ni pa’ hacé cancione- dijo el muchacho a Donaldo que, como siempre, erguía amorosamente las orejas ante la voz de su amigo.
Se levantaron y continuaron la marcha. Sin embargo, desde allí José Pastor no montó más sobre su leal Donaldo. Lo sentía cansado y dejó que caminara a su lado. Cuando resoplaba, por trechos le ponía la mano sobre su lomo tanto por cariño como con la intención vana de ayudarlo a caminar.
Ante el escaso oxígeno cada vez el ascenso se hacía más difícil; sandalias y cascos resbalaban en los arenales infinitos. Anocheció y continuaron subiendo despacio y penosamente tratando de adivinar el camino entre la penumbra reciente. Ya más entrada una noche estrellada pero oscura y helada, luego de un recodo apareció una escena deslumbrante: desde lo alto del muy estrecho sendero el muchacho empezó a ver decenas por decenas de luces que callada y lentamente se dirigían por diferentes caminos hacia el mismo lugar. ¡También otros buscaban el nacimiento!
Las luces, incluyendo el viejo quinqué de José Pastor, convergieron en una sólida pared rocosa donde extrañamente morían todos los caminos. La inmensa expectativa en que cada uno estaba sumido impedía que alguien musitara palabra alguna pese a los interrogantes que generaba aquel misterioso momento. Sin importar el frío todos esperaron sentados en silencio formando una media luna. No había el más leve asomo del nacimiento de alguien en tan desolado lugar. Era medianoche y la situación apuntaba a que los incrédulos tenían razón: una leyenda más...
Pero José Pastor escuchó cómo empezaron a crujir levemente y luego a moverse algunas rocas pequeñas y después otras mayores. Estupefactos, todos oyeron un ruido que muchos habían olvidado y otros ni conocían: era como de agua brotando que se fue convirtiendo en un sonido creciente similar al del “palodeagua”, evocador instrumento musical usado en la región.
Pero esta vez era agua de verdad. Empezó a escurrirse entre las rocas, formó un delgado hilo vidrioso, y luego se volvió un torrente que se ramificó y se descolgó perdiéndose por entre las sedientas cañadas hacia la Tierradelolvido.
Impacientes y escépticos, muchos ya habían bajado antes desilusionados porque no había indicios de ningún nacimiento de nadie; pero José Pastor y el mamo wiwa Ramón sí comprendieron: ¡el nacimiento estaba sucediendo! Retornaría la vida a la Sierra y al mundo que, al fin y al cabo, se había originado en esa montaña mágica: era su corazón. Sin duda, un Niño solo no lo hubiera hecho mejor, el milagro había ocurrido ya elaborado y con frutos inmediatos.
…y el verbo vallenato se hizo agua, vida; Francisco el Hombre tenía razón. De nuevo le había ganado un duelo al Diablo…

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